La balada del infante marica/Alonso Marín Ramírez*

*Mención honorífica del Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2020.

 

Todas las cosas que viven en esta tierra regresan, regresan. Padre, ¿tú volverás también una vez más? Thomas Wolfe

Pensé que, si acaso iba a dar contigo, tendría que buscarte en la cantina o en la feria, y que era más probable que estuvieras en esta última, porque en la mañana te escuché decir que la cerveza estaba más barata, y que entre tanta muchedumbre sería más difícil ir tras de ti como si fueras el mayor de los borrachos o el peor de los padres o el esposo más irresponsable. Y además la feria, al estar recién instalada, cumpliría mejor con tu propósito de mostrarle a la gente lo grandioso que eras con tu violín al cuello. Pensé que sí eras todo eso: un borracho, el peor padre, un terrible marido, grandioso con el violín al cuello. Me dije vaya regalo de cumpleaños que me estoy dando, ir a buscarlo como tantas veces. Ahora, ¿cuál es la diferencia? Quince velitas en mi pastel. El resto es igual. Cuando fueron trece y once y nueve tampoco estuviste. Si pudiera hacer una pregunta sería, padre, ¿por qué nunca has estado?

Dejé atrás la casa, el festejo con sus globos de helio y sus leyendas de Te quiero, Feliz cumpleaños, Pásala genial. Decidí no ir por las calles iluminadas del pueblo. Para cortar camino atravesé el soto, haciéndome paso entre la espesura inicial hasta que encontré una vereda serpenteando entre los troncos y matorrales. La noche era clara. Entre las copas de los árboles caían, como cuchillos, haces de luz de luna. Después de unos minutos de caminata, el susurro de los grillos se intensificó en mis oídos. Eso significaba estar cerca de los humedales, de las hierbas altas que comienza a acariciar el agua. Hubiera querido que aquella senda nunca se acabara, para no llegar a la bahía, ni a la feria, ni a ti.

Y recordar que hubo un tiempo en que quise estar siempre a tu lado. Miento. Aún hoy quiero estar siempre junto a ti. Solo que ahora me pregunto el por qué, me cuestiono cuáles son esos motivos. Y al no encontrarlos me recrimino mi torpeza, mi falta de coraje para decírtelo a la cara: ya no te soporto.

¿Por qué no te lo dije ni una vez? Tuve miedo. Un niño nunca debería temerle a su padre. Pero desde mis ojos tú eras enorme pese a tu uno sesenta y siete, tu cuerpo delgado, casi debilucho. Yo miraba hacia arriba para encontrarte, y aún así era difícil dar contigo. Hay que decirlo: nunca fui el niño de tus ojos. Acaso debido a mi propensión a las enfermedades, la alergia, el asma, la gastritis, los dolores de cabeza. ¿Cuántas veces no te escuché reclamarle a mi madre, este niño parece mariquita, sopla el aire y lo lastima? Me obligo a pensar que no siempre fuiste como eres ahora. Un día tuviste ilusiones, estoy seguro. Han de haber sido gigantescas, altas como ahora profunda es tu caída.

Solo tú sabrás dónde quedó el joven que cruzó con su violín al otro lado del mundo, queriendo dejar atrás la sombra de Hermilo Novelo y Rocabruna, pero cuya voluntad se fue perdiendo hasta que, poco a poco, en lugar de motivación tuvo que buscar pretextos para explicarse su falta de capacidad. Si practicabas catorce horas diarias, ¿cómo entender que nunca pasaras del Conservatoire régional du Grand Nancy? Tal vez lo que más te enojó fue evidenciar que te faltó el talento. Pero no creo que haya sido solo eso. Ya desde entonces se hizo evidente que tu temperamento no daba el ancho, en los mejores momentos te faltó tenacidad, mantener una actitud serena. Tú reclamas que te regresaste de Francia por mi culpa, pero lo cierto es que no te aceptaron en el Conservatoire National Supérieur de Musique de Paris.

Me tomó tiempo llegar a entender que nunca fuimos tan diferentes. La complexión enfermiza, esa debilidad de carácter, la falta de perseverancia, ¿es que no te estoy describiendo cuando viviste en Nancy? Cuando se te acabaron las excusas, encontraste más sencillo echarle la culpa a tu mujer embarazada, y luego a tu hijo enfermizo, llorón y amanerado. Quizá te viste en mí. Te recordé tu temblorina, tu corazón cabalgante y esa voz entrecortada suplicando una oportunidad más porque aquella presentación no exponía lo que a tu juicio eras capaz de hacer. Ahora te pregunto, ¿tú igual te orinaste cuando te dijeron no sirves para nada, deja ese violín y vuelve a tu país? Bien lo sabes. La ansiedad también fue tu peor enemiga. Te venció cada vez que presentaste tus composiciones ante los jurados más importantes, que te cerraron las puertas a los sueños.

En una palabra: fracasaste. Te obligaron a volver tus pasos, a retornar a México con una esposa jalisciense —muy a tu pesar, de Europa no trajiste nada—, y un hijo de siete años al que, mientras vivieron en Francia, siempre te negaste a hablarle en español. Y todo porque nunca pasó por tu cabeza que tuvieras que volver a este país de mierda, como gustas llamarlo. Por las noches imaginaste una vida entre salas de orquesta y viejos edificios con balcones, cafés al aire libre y caminatas bajo la sombra de los árboles adornando un Boulevard.

Al regresar trajiste contigo la frustración acumulada, el enojo contenido, y no importó depositarlo sobre los hombros de un niño enclenque y repleto de nervios por tener que entrar a un salón de clase en donde nadie le entendía una palabra y era víctima de mofas por su manera de pronunciar la erre. Comencé a odiar la escuela, a cada uno de mis compañeros y sus albures y frases en doble sentido que resultaban incomprensibles para mí. Al volver a casa, todo cuanto hubiera querido me lo habrías podido dar tú: el apoyo, la fortaleza, el entendimiento de un lugar ajeno. Pero no recibí nada. Y justo en este momento que lo pienso caigo en la cuenta, que se requiere temple para dar lo que a uno le negaron, cierta disposición o fortaleza para crear algo de la nada y decir toma, esto es para ti.

Pero ya vimos que nunca se te dio la creación, el componer. Por eso fuiste rechazado. Resultó sencillo usar la misma moneda con mamá y conmigo, a mamá con tu creciente afición por la bebida y las palizas si osaba expresar una queja; a mí con tu desprecio en cada aproximación que intenté, y de atreverme a llorar —¿qué niño de ocho años no llora? —, lo que obtuve fueron burlas. En eso sí fuiste original, hay que admitirlo. Colocabas el violín al cuello, bajo tu barbilla, sobre la clavícula; en tus manos el arco color ébano, y me decías escucha chamaquita, tus gemidos se parecen a esta famosa pieza:

—Sonata para violín No. 1, en mi menor: La balada del infante marica.

Utilizabas esa palabra —infante—, quizá porque en tu mente la construcción era en francés, y hacías vibrar las cuerdas con un chillido agudo hasta lo insoportable, para que brotara de las efes una queja casi tan lacerante como tu rostro burlón. Y aún hoy, pese a que ya no lloro frente a ti, cuando estás más borracho dices el nombre de la pieza en francés, en esa lengua que tuviste que dejar de hablar por mi culpa y que también gracias a mí te das la oportunidad de repetir: La ballade de l’enfant pédé, que en otras tantas ocasiones se vuelve Les pleurs de l’enfant pédé. La balada, el llanto… invariablemente son de l’enfant pédé.

Frente a mí ya se extiende la bahía; el resto del lago lo adivino a lo lejos. Más ahí, a mi izquierda, titilan las luces amarillas de la feria. Escucho el tronar de los juegos mecánicos, las risas que empuja el viento. Quiero y no quiero llegar. Ansío verte y no volver a verte nunca más. Lo acepto. No sé si es normal esta contradicción entre lo que pienso y lo que hago, decir no soporto la manera en que me tratas y aún así estar yendo por ti, como lo he hecho incontables veces por tantos años, haciendo un esfuerzo para ver si doy contigo justo cuando tú deberías estar celebrando mis quince años.

Alonso Marín Ramírez, autor del texto ganador de una mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2020.

Camino sobre los cantos rodados y el agua moja mis tenis. Me los quito. Dentro de veinte, treinta minutos, la marea habrá aumentado y el agua cubrirá mis tobillos y mojará mis pantorrillas. Muevo mis dedos, los meto entre las piedras lisas, y recuerdo que a los diez años tuve una idea. Si las cosas iban mal, era necesario hacer un sacrificio. Nadie obtiene lo que quiere sin dar algo a cambio. Pensé que, si mi padre era un alcohólico, entonces yo debía hacer algo para sacarlo de entre las botellas. A los diez años uno confía en dios, cree en la suerte, tiene ideas fantásticas. El plan era sencillo y el resultado, obvio. Junté piedras, no estas de río, sino las más afiladas que hallé entre la maleza. Escogí aquellas que tuvieran más punta y las coloqué dentro de mis zapatos. Si cada vez que tuviera que ir por ti caminaba con mis tenis llenos de ellas, quizá tú te darías cuenta de cuánto te necesitaba y decidieras que la sobriedad no era una mala opción. Cuando no funcionó, comencé a correr con ellas. Al no dar resultado, concluí: será necesario llevar el sacrificio hasta la escuela, caminar sobre piedras todo el día. ¿Por qué nunca te percataste? Mamá sí lo hizo: reconoció mi andar extraño, me preguntó si estaba loco. Dije que sí; no pude explicarle mis razones. Sentí vergüenza.

El objetivo siempre fue alcanzarte, pero nunca encontré la manera de hacerte sentir orgulloso. Tarde entendí que la satisfacción no viene del otro. Aún así tuviste varias opciones. Ir a trabajar a la Ciudad de México, ser coordinador estatal de arte y cultura. Qué contradictorio. Nada te fue suficiente. Eres un buen ejemplo de alguien que en su afán por ser dueño del mundo acaba exiliado hasta de su parroquia. Al final, tu vanidad hizo que renunciaras al puesto de director de la Orquesta de Cámara Estatal, para terminar dando clase a preparatorianos sin aspiraciones musicales. De nuevo pensé ir a tu rescate. Me propuse convertirme en tu mejor alumno, pero cada vez que lo intenté mis dedos tropezaron con las cuerdas y jamás pude tomar el arco con la suavidad adecuada. Mis caminos eran otros. Lo supe cuando leí por primera vez a García Lorca, a Luis Cernuda. Escribí poemas, junté quince, te los regalé.

—La literatura es para jotos —dijiste, arrugando los papeles—. La poesía es de maricas.

Qué extraña concepción del arte, la tuya. Una idea tan sesgada. Fue entonces cuando comencé a preguntarme, si acaso todos los niños buscan a su padre de ese modo, si así fue mandado desde el principio de los tiempos: buscarás a tu padre por todos los caminos, y todos los caminos te llevarán al padre. Ahora me pregunto, ¿hasta cuándo?

Instalaron la feria en los lindes del pueblo. Es casi medianoche cuando llego y la mayor parte de los estantes han cerrado. Permanece abierta la zona de juegos, y me guío hasta ahí por las luces multicolores y aquellas carcajadas que aún resuenan, indolentes. Camino y sé que ningún lugar para hallarte sería nuevo. Observo con atención en busca de un rastro tuyo; a un lado de las tiendas y toldos sucios, entre bolsas de basura o las ratas que olisquean desperdicios en la zona de comidas. No te encuentro —¿alguna vez lo he hecho? Hoy más que nunca quiero darme la vuelta y regresar corriendo a casa. Siento he sacrificado demasiado: dignidad, tiempo, cierto espacio en mi mente que se ocupa cada vez que pienso en ti, y que vuelve más pesada tu ausencia, como si la materializara.

Por un momento me pregunto si vine al lugar correcto. Paso el carrusel, el remolino chino, la pista de carritos chocones. Entonces te escucho, enseguida te veo. Acelero el paso. Dios santo, padre, ¿por qué me avergüenzas de este modo? Frente a mi se levantan, largos e iridiscentes, los rayos de la rueda de la fortuna. Creo nunca haber visto una rueda así de grande. Pero está vacía, no está girando. Solo tú estás de pie en una de las canastillas más altas. Hay una muchedumbre abajo y te está mirando. Se carcajean. Comen palomitas como si fueras un espectáculo. Apenas mantienes el equilibro. Llevas el violín a tu barbilla, el arco se desliza suave; el gentío anima y aplaude. Pierdes el paso, alcanzas a tomar el barandal metálico.

—¡Buuuuu! —la gente te silba con sus refrescos en la mano.

—El hombre que está ahí arriba es mi padre.

El encargado parece no escucharme. Mantiene su mano derecha en la palanca y me mira sin responder.

—¡Papá! —grito a lo alto.

Te asomas por el costado de la canastilla. Me observas.

—¡Le voilá! —exclamas— ¡L’enfant!

Qué pendejo soy. ¿Cuándo me has hecho caso? ¿Alguna vez ha servido de algo lo que intento por ti? No te basta con la humillación que ya nos estás causando. Acomodas el instrumento en tu mentón. A cada movimiento pareces a punto de caerte.

—Ahora, para ustedes… —tu voz tartamudea desde lo alto de la rueda de la fortuna— ¡La ballade… de l’enfant pédé!

Haces gemir las cuerdas del violín. El sonido atiplado llega a mis oídos, me eriza la piel. Arriba estás ofreciendo una verdadera escena, digna del concierto que jamás pudiste dar. Mueves el torso hacia delante, te echas para atrás, sacudes tu cabellera. La multitud te incita a hacer el ridículo, te quiere de payaso.  Ellos escuchan un simple chirrido informe, sin ritmo ni emoción. No saben que se burlan de tu sueño inconcluso, de mi llanto reprimido. Siento sus miradas sobre mí.

—¿Puede bajarlo, por favor? —suplico al encargado.

Lo hace a regañadientes. El aparato comienza a moverse y pierdes el equilibrio. Dejas caer el arco, que se rompe al primer golpe con el metal. Te asomas; miras hacia abajo. Puedo ver el lento descender de tus ojos negros y turbios, tu boca entreabierta, tus labios flácidos. Algo le hace falta a tu rostro. Como si al sacarte de ese drama hubieras perdido la vitalidad. Me aproximo para ayudarte. Al abrir la pequeña puerta sueltas el violín y te dejas caer, inerte, sobre mi cuerpo.

—¿Es esto lo que quieres que yo vea? —te hablo al oído. Intento hacerte reaccionar— ¿Cómo se burlan de tus estupideces? ¿Cómo no haces nada?

No respondes. Intento acomodar mis brazos bajo tus axilas, pero eres un bulto que pesa demasiado y no puedo mantenerte en pie. Cuando estás en el suelo miro a mi alrededor; tu público se ha ido. El encargado apaga las luces de la rueda, alguien tiró su bolsa de palomitas y ahora se la lleva el viento. Me agacho a tu costado, recojo el instrumento, luego tomo uno de tus brazos y me lo paso por la espalda. Con dificultad me pongo de pie y con mi brazo izquierdo te sostengo por la cintura. Me siento agitado y tengo que tragarme el tufo de tu aliento alcohólico.

Arrastro tu cuerpo a través de los tenderetes vacíos, apurando pasillos largos en donde las últimas personas nos observan. Me siento ridículo, humillado. Quiero gritarte a la cara, ¿por qué me haces esto ahora? Un padre no debiera hacerle esto a un chico de quince años, en plena adolescencia, en sus mejores días. Si estas escenas se hubieran acabado a los siete, ocho años, no lo sé, quizá ahora las habría olvidado. En cambio, a los quince la memoria está más viva; uno se está formando y todo lo que ve lo imita: la indiferencia, el desapego, la desesperanza.

Reacomodo tu brazo sobre mi hombro y lo sujeto con firmeza. Con mucho esfuerzo logro sacarte de la feria y nos acercamos a la bahía. El agua es un gigantesco espejo donde tiembla la luna. Comienzas a realizar violentas arcadas y escupes tu vómito sobre mis muslos, así que camino hacia donde las olas ya mojan nuestras pantorrillas. Cada vez se me hace más difícil sostenerte, ya no puedo tomarte con la misma fuerza que antes. Sueltas mi hombro y caes sin meter las manos. A tu costado, el agua empapa el violín, que quizá no vuelva a hacer sonar aquella insoportable melodía. Estás inerte; creo no has de haber sentido el golpe de tu rostro contra los cantos rodados. Ni siquiera intentas moverte cuando el agua, en olas intermitentes, cubre tu nuca. Escucho un burbujear junto a mis pies, donde yaces. Y pienso, padre, ¿qué debo sacrificar ahora?

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