Ilustraciones: Diego Rivera (acuarelas).
En el principio no había nada. El silencio se extendía por la negrura de los confines del vacío. No había hombre, animal, plantas, pájaros ni peces. No existía memoria porque el olvido se enseñoreaba sobre todos los puntos cardinales. Los dioses estaban solos. Fue entonces cuando el Padre y la Madre de todas las cosas decidieron que era el momento de crear al hombre; en asamblea de dioses, los progenitores, constructores y formadores hablaron sin medida alguna. La pareja de dioses tomó la palabra de todos los señores de poder.
«El hombre no puede estar desnudo, hay que crear árboles grandes para su sombra y plantas pequeñas para que se alimente», dijo el que se vestía de colores alegres. «Va a necesitar animales grandes y animales pequeños», sugirió el que no hablaba con frecuencia. Durante días el Padre y la Madre escucharon. La pareja de dioses creadores utilizó el poder de la palabra e hicieron emerger de la oscuridad árboles de todas medidas, chicos y grandes, fuertes y débiles. Lo mismo hicieron con los animales, de todos tamaños fueron creados, el mar fue llenado de peces y los aires de todas las aves.
Hermosa se veía la creación ante los ojos de los señores. Hermoso todo, pero sin nombre. Majestuoso todo, pero sin darle beneficio a alguien. «¿Para qué sirves?», preguntó Corazón del Cielo a un venado. El animal lo miró sin reconocerlo, bajó la cabeza al no poder emitir una sola palabra. Lo mismo pasó con todas las criaturas, nadie entendía el lenguaje de sus creadores. Los señores de la palabra se miraron con tristeza. «¡De nada ha valido todo el esfuerzo!», se dijeron. Fue entonces que decidieron formar al hombre.
El Progenitor hundió su mano en la tierra, buscó el barro rojo y moldeó con sus dedos la figura del hombre: ojos, boca, nariz, oreja, manos y pies, se formaron en sus manos. Cuando estuvo terminado lo pusieron de pie, pero se doblaba por la mitad, su cabeza se caía a los lados. Al secarse el barro estaba tieso, sin movimientos; hasta su corazón se había endurecido, estaba tan duro que no dejaba lugar ni entrada para los sentimientos de agradecimiento, pues de su boca no salía inteligencia, hablaba solo por hablar. Se quejaba sin sentido, se lamentaba por todo, nada tenía significado para él. Decepcionados los dioses, acordaron que su existencia era banal; se lavaron y se deshicieron bajo torrentes de agua, acabaron en lodazales sin nombre.
Los Dioses Creadores volvieron a su soledad, así que decidieron nuevamente crear al hombre. «Ahora lo haremos de madera», sentenciaron los adivinos. «Estos sí serán buenos», afirmaron. Con paciencia labraron al hombre, con paciencia esperaron agradecimientos, su espera fue larga e inútil. En su corazón no entraba el agradecimiento ni el entendimiento. Hablaba, pero en su palabra no existía respeto. La molestia carcomió la paciencia de los creadores, así que un diluvio se abatió sobre la creación. Ni en el momento de su destrucción los hombres de madera reconocieron que su soberbia era tal que les nublaba el pensamiento.
«Hay que darles una piel suave, así tendrán mejores sentimientos», dijeron los creadores. Aquellos que no perecieron porque flotaron en las aguas de la destrucción, fueron tomados con manos amorosas y se maceraron en la corteza de los árboles sencillos para darles una piel suave y sensible. El Corazón del Cielo y el Corazón de la Tierra se llenaban de preocupación por sus hijos. Tenían hermosura, pero la soberbia los llenaba: comían por las mañanas, se alimentaban por las tardes y por las noches se atiborraban, pero aun así, se quejaban constantemente. Sus lamentos se multiplicaban en ecos. Engañaban a los de corazón agradecido. Engañaron tanto que el día de su fin, todas sus mentiras se levantaron en su contra. Los aplastaron totalmente. De sus miserias surgieron seres deformes, tristes y opacos.
Crear al hombre era cuestión difícil. Progenitores, Creadores y Formadores llegaron al acuerdo de que, si querían un hombre agradecido, tenía que ser hecho de la propia esencia de ellos mismos. Fue ahí donde el Corazón de la Tierra sintió dolor por la humanidad. Y ofreció su sangre, su tiempo, su familia y su vida misma para lograr que la historia del hombre cambiara de rumbo. Todos contribuyeron con la misión del hombre nuevo, de maíz de todos los colores se formó la masa, cuando estaba al punto se le metió la sangre de Corazón de la Tierra. La masa se volvió consistente y con placer se le dio forma de seres humanos. Cuatro fueron los primeros hombres, cuatro sus primeras compañeras. Ese fue el principio del hombre actual.
La historia del hombre, es la historia de los dioses creadores. Del maíz surgió toda la humanidad. No todos los hombres fueron iguales, por generaciones han existido seres rencorosos, hombres agradecidos, hombres nobles, hombres fatuos. Todos esperaban la salida del sol y entre diferencias elevaban sus ruegos. Pedían protección, seguridad, trabajo, salud y otras cosas. Corazón de la Tierra los entendía porque eran de su misma sangre. A los de corazón duro, las penas los asaltaban. Se creían sabios, en sus caminos retorcidos no encontraban sosiego. Por las noches, Corazón de la Tierra se llegaba hasta ellos y les hablaba con ternura, pero sus oídos estaban cerrados para el amor.
Ninguna historia del hombre está escrita por completo. Madre Tierra y Padre Cielo lo saben. El hombre a veces lo entiende, pero también a veces se olvida de su pasado.
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