Cuento ganador del Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2018.
Si fallo este tiro voy a arrepentirme siempre, de eso estoy seguro.
¿Quién iba a decirlo? Cuando veía por la televisión a otros haciendo lo mismo no pensaba que en momentos como éste uno se distrajera tan fácilmente con las miradas ajenas, con las ganas de largarse a hacer algo diferente y hasta con los olores. El manchón de cobro todavía huele a cal fresca, recuerda el olor de los cuerpos de animales muertos que empiezan a descomponerse y se les pone cal para que no apesten, a veces también a cuerpos humanos y eso da un poco de asco. Para colmo el pinche alboroto que se traen allá afuera no deja que me concentre en el disparo. ¿Será que a Moya le pasa lo mismo al tirar? ¿Sentirá que las piernas le tiemblan igual que a mí ahora? Si meto este penalti a lo mejor tengo chance de averiguarlo, en una cancha mejor; si lo fallo, ya podré ir preparándome para dedicarme a lo que todos en este pueblo.
Ojalá que Moya se asomara siquiera. ¿Quién no quiere estar junto a él, que lo vea a uno jugar, que le firme un balón? Yo he soñado muchas veces que eso pasa. Cuando hace unos meses el Chato terminó de leer la noticia de que Moya vendría y la convocatoria que ofrecía poder jugar junto a él, fui el primero en llegar al descampado del pozo viejo para ponerme a entrenar. El resto de Los Cachorros me siguió. Queríamos ganar el campeonato y así poder estar a su lado. Palabras más, palabras menos, el cartel que leímos en el quiosco de la plaza decía: «El equipo ganador tendrá la oportunidad de inaugurar las instalaciones del Centro Recreativo Luis Horacio Moya, de San Vicente. Durante la ceremonia, el astro del F. C. Barcelona que da nombre a este inmueble convivirá y jugará con los integrantes del conjunto campeón». Ahí se prometía que los vencedores recibirían uniformes y zapatos nuevos. A nosotros eso de inaugurar un centro recreativo nos tenía sin cuidado; lo que nos importaba era Moya: el mejor futbolista del país, en todos los tiempos, nacido en este pueblo.
Desde que se fue a Europa había regresado a la tierra donde nació en una ocasión nada más. Vino a recibir el título de «sanvicentino ejemplar» hará un par de años. Apenas estuvo unos minutos con el presidente municipal y el gobernador y se fue a toda prisa. Por eso queríamos aprovechar esta nueva visita. Debíamos ganar el torneo contra los otros equipos del pueblo «a fin de fomentar la sana competencia en el deporte», creo que decía la invitación. No sé si al final sea muy sano lo que me tiene frente a este balón. ¡Cómo huele a cal viva la cancha! Tampoco está muy pareja, el piso tiene chipotes y la pelota no se queda quieta, se rueda hacia la derecha.
En San Vicente hay cinco equipos, cada uno apenas con siete jugadores. Todos son infantiles, no hay de adultos porque cada vez quedan menos para jugar en esa categoría; entre los que matan Los de la Nuez –o los que se juntan con ellos- y los que se pasan a Estados Unidos se ha ido vaciando el pueblo. ¿Cómo iba Moya a querer regresar a vivir acá? Además de esos cinco equipos se formaron dos más para el torneo, de puras mujeres. Uno de ellos lo hizo mi hermana Raquel con sus amigas. No es que fueran futboleras sino que decían que Moya estaba muy guapo y querían estar cerca de él. Lo extraño fue no encontrar en la lista final de los participantes al equipo de los mellizos Ramírez: los Perros Negros. Los hermanos se habían enfermado de sarampión y contagiaron a otros tres; los cinco estaban en cuarentena. Ojalá que así se hubieran quedado siempre. Habíamos perdido con ellos un par de finales seguidas en el campeonato sanvicentino y eso nos había valido que nos agarraran de sus puerquitos. Se creían mejores que nosotros, pero sabemos que somos tan buenos o más. Nos llamamos Los Cachorros, ya lo dije. El Chato es el capitán y el goleador: si remata con la cabeza difícilmente alguien puede parar el envío. Por la izquierda no hay quien le gane al Remi Sánchez y en la defensa central tenemos al Cepillo, un pelirrojo con cara de madreador al que nadie puede pasar y que, lo sabemos sin decírselo, de seguro será el primero en irse con Los de la Nuez, igual que lo hizo uno de sus hermanos, que ya murió. Por la derecha juega el Gama, un chavo muy callado, rapidísimo lateral. Yo soy bueno en los penales y tiros libres, casi nunca fallo —y hoy más que nunca debo anotar—. Entre el Cepillo y el Gama siempre ubicamos al Macetón, pues no le encontramos un lugar donde estorbe menos. Le apodamos así porque es del mismo ancho que las macetas de la plaza central. Pinche gordito rompecalzones. Es curioso verlo entrenar. Cuando corremos alrededor del descampado siempre da una vuelta en lo que nosotros llevamos cuatro, como si en realidad él fuera adelante de todos. Es a toda madre el gordo. Su mayor gracia es anunciar la alineación del equipo al estilo de los comentaristas de la televisión. Lo hace todavía mejor, gritando y saltando en un pie. Al mirarlo con esas bobadas todos nos cagamos de risa. De él es de quien más se burlan los mellizos Ramírez, dicen que en vez del central es la mascota del equipo. Nosotros le decimos que no lo tome tan a pecho, que en realidad es nuestro talismán. Y bien que lo fue durante el minitorneo.
Se jugó en pocos días, dos semanas antes de la llegada de Moya. Se armaron dos grupos de tres equipos, tres partidos por grupo. Los dos primeros del A se enfrentaron después contra los dos primeros del B en semifinales. Se jugó en la única cancha que tenía el pueblo: el descampado del pozo viejo, un arenal cercano a la iglesia donde a veces tiran cadáveres —ahí encontraron picado al hermano del Cepillo, al que mencionaba antes, con una nuez en la boca, la firma de quienes lo ajusticiaron, los mismo con los que se había ido al jale—. Los mellizos Ramírez cuentan que una vez se pusieron a jugar con la cabeza de uno al que se la cortaron Los de la Nuez y hasta nos enseñaron una de esos frutos según ellos para probar que se lo habían sacado de la boca al decapitado; nosotros les dijimos que eso era puro jarabe de pico, que si de verdad hubieran visto un muerto se hubieran cagado en los calzones los muy putos.
A Raquel y a su equipo les tocó enfrentarse con Los Cachorros en el primer juego. Pobres, les metimos once goles. Quienes les siguieron fueron los hijos de don Andrés, el abarrotero, a quienes les decíamos los Andreses sin importar que se hicieran llamar Polideportivo Juvenil Sanvicentino. Tres a uno les pegamos, nada más (yo anoté un gol, de penal). Así pasamos en primer sitio y nos tocó enfrentarnos a las Cobras de San Vicente. Fue difícil vencerlos; les ganamos 2 a 1. Ahí los dos goles los metió el Chato y nos llevaron a la final. Después vendría lo que tanto buscamos y con la ayuda del Macetón conseguimos el campeonato. Derrotamos al Manchester. Al principio nos burlamos de que todos en ese equipo con nombre inglés se apellidaran López, Martínez o Pérez y estuvieran prietitos como nosotros; la risa se nos borró al minuto dos: el Gato, nuestro arquero, fue techado por una pelota que salió desde media cancha. Uno a cero. Chingada madre. Pasaron veintitantos minutos para que empatáramos. El Chato remató un zurdazo a media altura y el arquero rechazó con los puños; el Cepillo, que ya se había echado al frente, un tanto desesperado, se encontró el balón —la verdad es que tuvo suerte— y lo pateó con todas sus fuerzas. Bajo la portería no había red, si la hubiera tenido se hubiera roto. Gol, gol, gol, gritaba el Macetón dando saltitos. Así nos fuimos al descanso. Luego de unos minutos de refresco bajo un huizache, volvimos. El partido estaba parejísimo, pa´cualquiera de los dos bandos. Los minutos pasaban, nos cansábamos y, nada, no caían los pinches goles. De pronto, a cinco minutos del final, el Macetón subió a rematar un tiro de esquina. Nadie lo marcó. Me pidió el balón. Yo le hice un gesto aceptando que le había entendido; la verdad mandé el centro buscando al Chato. Tal vez por lo apurado le pegué mal a la bola y en vez de llegarle al Chato le cayó a uno de los defensores contrarios. Al querer despejar lo hizo tan mal que el tiro le salió justo a la barriga del Macetón. La pelota rebotó en el cuerpo de nuestro amigo, con un efecto que bastó para que se escurriera pegadito a la base del poste izquierdo sin que nadie pudiera atajarlo. Fue un gol nunca antes visto. Los Cachorros nos juntamos y saltamos al estilo del Macetón. Estábamos todos, sin él, que se había quedado sin aire, retorciéndose en el suelo. Tardó en reponerse y cuando logró hacerlo el árbitro pitó el final. Esa tarde el Macetón no brincó, aunque había sido el héroe.
Unos días después llegaron a San Vicente varios señores trajeados que venían de no sé qué fundación para la no sé cuánto del fútbol. Nos trajeron uniformes nuevos. Dijeron que los zapatos luego nos los darían. Nos llevaron a lo que ellos llamaban Centro Recreativo Luis Horacio Moya de San Vicente —la fachada era toda arena, bultos de cemento, tezontle y guijarros— y nos hicieron ensayar lo que haríamos la semana siguiente, durante la inauguración, junto a nuestro ídolo. A mí no me pareció tan bonito el lugar ese. Estaba destechado, hacia la calle tenía malla de alambre en vez de muros, la cancha la hicieron de pasto artificial y olía a humedad, a cal y a pintura, como ahora. A los trajeados se les veía sonrientes, saludaban de mano a todos, cualquiera los hubiera confundido con políticos en campaña. Que tienen que pararse aquí y decir esto y aquello, que no vayan a decir lo otro, no queremos entristecer a Moya. «Deben estar muy alegres, sonrían siempre», nos aleccionaban, porque habría muchos fotógrafos y cámaras de televisión. Nos advirtieron que Moya no pasaría mucho tiempo con nosotros, que se iría enseguida, porque de aquí partiría a concentrarse con la Selección.
El día llegó. Apenas han pasado un par de horas y a mí se me hace que ya hubiera corrido mucho tiempo. La cita fue a la una de la tarde. Nos presentamos bañados y estrenando los uniformes, a los que por cierto les cambiaron los colores con los que siempre hemos jugado y le quitaron el «Los» al nombre del equipo. Pasamos a llamarnos «Cachorros». Nuestros zapatos viejos hicieron deslucir el relumbre. El Macetón traía tenis blancos. Todos nos encontramos en la esquina del centro recreativo, a eso de las once y media. Hacía un poco de frío y lo sentimos más porque teníamos el pelo mojado debido al baño. Cuando llegué, los otros ya se movían para no entumirse. No recuerdo de quién fue la idea: alguien propuso que mientras llegaba la hora nos fuéramos al descampado del pozo viejo a pelotear un rato. Ahí, nos pasábamos el balón y soñábamos con qué sucedería si nos llevaran a jugar a un equipo europeo; nos preguntábamos si al volver a México iríamos a visitar San Vicente, poco, si se quiere, como lo hacía Moya. Sabíamos que solo así podríamos librarnos de trabajar para Los de la Nuez. El Remi Sánchez dijo que si fuera un crack multimillonario construiría un estadio en el pueblo. El Cepillo le hizo ver que tendría que ser en otro sitio, pues un estadio no entraría jamás en San Vicente, un pueblo pequeñito, a menos que quitáramos la iglesia, la plaza, la escuela y muchas casas del centro. El Remi dijo que entonces haría un pueblo más grande, pero que San Vicente debía tener cancha propia. Se nos fue pasando el tiempo. Faltaban unos minutos para la hora convenida. El Chato nos dijo que fuéramos cortando el blablá si no queríamos perdernos la visita de Moya. El Macetón, según su costumbre, empezó a dar saltitos. Se subió al pozo tapado y dio la alineación. El Chato le dijo que se callara y se apurara. El Macetón obedeció sin chistar. Apenas movió un pie para bajarse oímos un crujido, luego un golpe con eco. La vieja tapa de madera no lo aguantó más.
El Remi y el Cepillo fueron los que vieron todo y de inmediato se dejaron caer, cagados de risa. El Chato y yo también nos carcajeamos y les pedimos a los demás que se apuraran o llegaríamos tarde. Ya nos estábamos yendo cuando oímos que el Macetón gritaba: «No puedo salir, ayúdenme, no sean culeros», y su voz se oía con eco. El Chato y yo nos miramos con fastidio. El Remi, aun sobándose el estómago, adolorido por las risas, fue hasta el pozo, dispuesto a continuar la mofa, pero al llegar cambió la cara. Nos miró, serio, y nos pidió que nos acercáramos.
Siempre creímos que ese hoyo, el antiguo pozo que daba nombre al descampado, estaba repleto de basura; lo habían tapado hacía años, a causa de lo apestoso que era. Por eso nos sorprendió que el Macetón se hundiera tanto, quizás a unos tres metros de profundidad. El Remi sospechó que el agua arrastrada por la lluvia había ido apelmazando los desperdicios y nos lo dijo; el Chato contestó «tal vez», sin darle importancia, y preguntó si alguno de nosotros sabía hacer milagros porque era la única forma de sacar a nuestro amigo. Yo quise ser gracioso diciendo que necesitábamos una grúa grandota. Nadie me hizo caso. Teníamos que subir al gordo de inmediato.
—Una escalera, hay que ir por una escalera —decía el Chato.
—¿Cuánto vamos a tardarnos en ir, conseguirla y volver? Es más fácil amarrar al gordo con cuerdas y sacarlo de ahí, así perderemos menos tiempo —propuso el Remi.
—Hay que ir por las cuerdas, pues —respondió el Chato.
—¡Va a salir lo mismo! ¡Nos vamos a tardar un chingo! —gritó el Cepillo, queriendo encabronarse.
—¿Y si mejor nos dividimos y unos se quedan a sacar al gordo y otros nos vamos a la inauguración? —propuso el Gato.
Todos nos miramos.
—Está bien. ¿Te quedas tú? —pregunté a nuestro arquero.
No supe qué iba a responder, pues el Cepillo se le adelantó:
—¿Y si lo echamos a la suerte?
Hubo silencio, hasta que percibimos un sollozo muy débil, con eco. Venía del pozo.
El Macetón había quedado hecho una desgracia e intentaba limpiar el lodo de su camiseta nueva. Ni las medias ni el pantaloncillo eran ya amarillos sino color inmundicia. Daba pena mirarlo.
Entonces el Gama se quitó la camiseta y empezó a meterla a fin de medir la distancia que nos separaba del Macetón.
—Ni lo pienses —dijo el Chato—. Yo no meto la mía, va a terminar rota, embarrada de mierda y media.
Todos nos agarramos los uniformes como si fueran a arrancárnoslos. Empezamos a acercar todo lo que pudimos: varas, alambres, pedazos de trapos, palos y, quien nos dice que no, hasta huesos. Hicimos un atado de desperdicios que llegó hasta los pies del gordo. El Macetón intentó limpiarse las lágrimas y se embarró más porquería en la cara. El esfuerzo fue grande. El Chato nos dirigía, el Remi gritaba que se iba a herniar y el Cepillo lanzaba maldiciones. Jalamos con todas nuestras fuerzas. El Gato se tiró un pedo. A mí me dio risa que el sonido se pareciera a un maullido y le dije que no era momento de maullar. «Fue un ronroneo nada más», me respondió, y todos nos carcajeamos. Sin querer, aflojamos el tironeo y el gordo se nos volvió a caer; empezó a llorar más fuerte.
Volvimos a jalar. Apenas asomó la cabeza el gordo, lo pescamos de donde pudimos y lo arrastramos unos dos metros lejos del hoyo. Nos tiramos a un lado pa´jalar aire y nos dimos cuenta de que nuestras camisetas estaban inservibles, varias de ellas rotas; las tiramos ahí mismo, entre maldiciones, en especial para el Macetón, por pendejo. Habíamos perdido ya mucho tiempo así que nos echamos a correr, a todo lo que dábamos, hacia el centro recreativo.
Todavía quedaban grupitos de gente comiendo tamales en la entrada. Había papeles, basura regada por el suelo y pedazos de listón rojo. Dos tipos recogían unas bocinas y desconectaban unos micrófonos.
—¿Y Luis Horacio Moya? —les preguntó el Chato.
Solo hasta la tercera vez que nuestro capitán hizo la misma pregunta, el hombre, gordo y barbado, se dignó a responderle. Que se había ido ya, hacía unos cinco minutos, dijo mientras nos miraba de arriba abajo.
—Somos Los Cachorros, bueno, Cachorros, los campeones —aclaró el Cepillo, ante el asco en las jetas de esos hombres.
Nos acercamos a otras personas a preguntar por Moya. Un viejo nos dijo que se había ido con el presidente municipal, que se tomaron la foto de corte de listón y se treparon a una camionetota, de esas lujosas, igualita a esas en las que se pasean ya saben quiénes, dijo, pa´no mentar a Los de la Nuez.
Le expliqué que nosotros éramos Los Cachorros, que Moya nos estaba esperando. El hombre me miró e hizo un gesto que no supe interpretar y hasta entonces caí en cuenta de que todos estábamos sin camiseta, embarrados de porquerías, apestosos; los demás pensarían que habíamos salido de un caño o del culo de un burro.
El que se encargó de recordárnoslo fue uno de los mellizos Ramírez. Los dos eran tan parecidos que no supe cuál. Su hermano no tardó mucho en llegar. Empezaron a burlarse de nuestro aspecto, que si el partido con Moya había estado muy complicado, que dónde habíamos jugado, ah, no, que no habíamos jugado porque habíamos tenido miedo, que ellos eran quienes en realidad debían haber estado con Moya, porque eran los verdaderos campeones. «Si no nos hubiéramos enfermado, nosotros tendríamos que haber quedado primeros», se vanaglorió uno de los mellizos.
Noté que al Chato poco le faltaba para echársele encima.
—¿Por qué no vamos viendo quiénes son los que en realidad merecen jugar con Moya? —nos desafió un mellizo.
Le respondimos que cuando se curaran nos dieran fecha y hora.
—Pues repuestitos ya estamos; qué tal que sea ahora mismo, y de paso estrenamos la canchita —respondió.
Los Cachorros nos miramos y estoy seguro de que todos pensamos lo mismo: queríamos alcanzar a Moya, estar un rato con él, que nos viera jugar; cambiamos de idea cuando el mellizo nos provocó:
—¿O es que les da miedo?
—Va, puto –contestamos al unísono.
—Que sea a gol de oro, no quiero que haya duda de que los papás de Los Cachorros somos los Perros Negros; eso hasta en el nombre se nota.
Todavía no nos alcanzaba el Macetón, así que decidimos que ellos jugarían también sin uno.
Echamos una moneda al aire para elegir la parte de la cancha que ocuparíamos al inicio y ganamos el saque. Al parecer eso no nos dio tranquilidad: yo moví la pelota, la pasé al Chato y al tercer toque ya la habíamos perdido. Los Perros Negros respondieron: desde la mitad de la cancha el Negro Díaz soltó un trallazo que el Gato no pudo sujetar y mandó a tiro de esquina. Después, uno de los mellizos cobró buscando a su hermano; éste superó por arriba al Cepillo y remató esquinado, abajo, adonde el Gato apenas pudo arañar el balón y quedarse con él. Pensé que en vez de sarampión a los mellizos les había dado rabia.
El Gato salió jugando con el Gama, quien esquivó varias patadas, cruzó media cancha, dio pase al Chato, éste a mí y yo ya no la pasé a nadie, porque de pronto sentí que rodaba por el suelo.
Uno de los mellizos se acercó y me dijo: «Ya estrenaste la cancha, cachorrito».
Antes de que terminara su frase me puse en pie y cobré la falta. El Chato se había avivado y recibió mi pase. Tarde fue la reacción de los otros: el Chato caracoleó y se quitó a dos, entró al área grande, preparó el cañón y ¡zum!, la pelota se fue rodando sin dirección, porque quien salió disparado fue el Chato, a causa del mismo mellizo carnicero que me había sonado antes.
Tuve que agarrar al Cepillo porque ya iba directito a partirle su madre al que lo había tirado.
«¡Penalti!», gritó el Gama.
«¡Penalti!», lo apoyamos.
Nuestros rivales, apendejados, se dividieron: unos alegaban que no había sido falta y otros decían que el Chato había caído afuera del área de penalización. Éste mostró que tenía una herida en la rodilla —ahora que siento, yo tengo otra; creo que me raspé cuando sacábamos al Macetón del pozo— y un tallón en la cancha nos daba la razón. Lo que acabó con las reclamaciones de los Perros Negros fue escucharme decir: «Lo que pasa es que tienen miedo de que de verdad estrene la cancha, ya saben que yo no fallo ningún penal».
Uno de los mellizos me aventó el balón al pecho y me miró con deseos de madrearme. «Como quieras», dijo, «de todas maneras no lo vas a meter».
Iba a acomodar la bola cuando de pronto llegó corriendo, a su ritmo, el Macetón y comenzó a dar los brinquitos que le conocíamos: que Moya estaba afuera de la presidencia municipal, dando autógrafos, que se estaba tomando fotos con la gente. «Ahí está tu hermana Raquel, Emilio, está con Luis Horacio…» El gordo comprendió la situación, dejó de saltar y preguntó si podía entrar al partido. Uno de los mellizos le dijo que podría, después de que yo «fallara el tiro».
Así llegué frente a esta pelota. Desde que la coloqué en la marca he tratado de no apartar la vista de ella. He intentado que no me desconcentren las muecas de los Perros Negros ni todos los recuerdos de la historia que me puso enfrente de este pinche balón, ni el olor a cal, ni esa gritería que llega desde la calle y aumenta conforme se acerca esa camioneta negra que ahora cruza delante del centro recreativo, con tantos escuincles en hilera, igual a una cola de papalote, que recogen golosinas y bolsitas con nueces. El Chato, el Macetón, los mellizos, el Negro Díaz: todos me miran pidiéndome que sea el primero en echar a correr también, en una de esas alcanzamos a tocarle la mano a Moya o ganamos alguno de los balones que avientan desde la troca, ¡chingao!: si fallo este tiro nada habrá valido, nada valdrá la pena, ¡puta madre!, será mejor ya no pensar y disparar, total, si lo fallo tendré que irme acostumbrando a no pensar de más al tirar, sobre todo si después tengo que hacerlo jalando de un gatillo.