Fotos: José Ernesto Jiménez
Cuando Gigi se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en una pinche india. Tal es la metamorfosis con la que se abre el texto teatral de Mario Cantú Toscano, mismo que fue llevado a escena por la compañía Teatro hacia el margen y por Socorro Loeza el pasado viernes en el Centro Cultural Olimpo. Bajo la dirección de Pablo Herrero, “La pinche india”, obra ganadora del Fondo Municipal para las Artes Escénicas y la Música 2016, aborda el tema del racismo “invisible” a partir de un argumento rico en matices y subtramas.
La historia gira en torno a Gigi (Socorro Loeza), una muchacha proveniente de una acaudala familia regiomontana que un día, al despertar, descubre su apariencia totalmente distinta: ya no es rubia sino morena, sus ojos ahora son negros, su cabello es de “estropajo” y siente un profundo deseo por barrer. La ironía de Cantú Toscano deja verse a lo largo del desarrollo de la obra. Las relaciones de Gigi con diversos personajes: su novio Fernando (Teo Flores), su mejor amiga Marcia (Marisol Ochoa), sus padres don Rogelio (Pablo Herrero) y doña Elsa (Xhaíl Espadas) permitirán explorar las maneras en las que el racismo y el clasismo se manifiestan en distintos ámbitos sociales y desde distintos puntos de vista, mostrando así que el fenómeno cultural no se da únicamente entre clases altas sino que permea entre todos los recovecos de eso que llamamos nuestra mexicanidad.
Es importante resaltar, además, que cada uno de estos personajes tiene un trasfondo complejo, un pasado que apenas se deja vislumbrar a partir de los breves pero precisos trazos de la pluma de Cantú. Quizá la más intensa de estas subtramas es la que corresponde al personaje de Fernando, un júnior que insinúa, a partir de la complicidad del padre y “patrón”, haber violado y asesinado a una mujer que fungía como trabajadora doméstica. La iniciación sexual de los hijos varones de las familias adineradas con mujeres indígenas tiene raíces coloniales; en uno de los ensayos fundamentales del canon hispanoamericano, el escritor peruano Manuel González Prada da testimonio de esta práctica a principios del siglo pasado.
En 1904 escribía: «toda india, soltera o casada, puede servir de blanco a los deseos brutales del “señor”. Un rapto, una violación y un estupro no significan mucho cuando se piense que a las indinas se las debe poseer de viva fuerza […] los hijos de algunos hacendados van niños a Europa, se educan en Francia o Inglaterra y vuelven al Perú con todas las apariencias de gentes civilizadas; mas apenas se confinan en sus haciendas, pierden el barniz europeo y proceden con más inhumanidad y violencia que sus padres».
La obra aborda también el racismo a otras escalas: Ahí tenemos a El tripas (Carlos Tenoch Molina), un vagabundo bebedor que se dirige a Gigi como “pinchi gata” al tiempo que le recalca: “No somos iguales, tú eres india, yo nomás estoy prietito”. Y también presenciamos el turbulento relato de doña Elsa, mujer que prefiere aguantar las infidelidades de su esposo con tal de mantener la imagen de su familia.
A diferencia de otros directores, Pablo Herrero es sutil, su mano sobre la obra es casi transparente; no agrega ni quita, no sobreinterpreta ni busca figurar. Más bien se encarga de que el texto hable, su labor se limita a encausar esa voz, a materializarla en el proscenio. En buena medida, ello es logrado mediante un rasgo que ya es característico en sus diversos trabajos: el manejo de los espacios y los objetos que los habitan. Éstos suelen ser versátiles y multifuncionales. Mediante el buen aprovechamiento de los recursos escenográficos, Herrero posibilita que la transición entre los cuadros no rompa el ritmo del montaje. Con muy poco logra crear la ilusión teatral y mantenerla a lo largo del desarrollo de la obra.
En el caso de “La pinche india”, unos muebles bastan para convertir el escenario en una habitación, un cine, una clínica en Estados Unidos o en una fonda. Por momentos, los espejos de los muebles quedan de frente al público como queriendo reflejar, sutilmente, los prejuicios escondidos en las carcajadas de los que estábamos ahí. Prejuicios que todos los días vemos en los memes que se burlan de las muchachas de bajos recursos que quedan embarazadas; prejuicios que se transforman en expresiones nefastas (“aunque la mona se vista de seda…”); prejuicios que se vuelven palabras: zorrita, gatita, mamacita; prejuicios que se convierten en actos ridículos como el que protagonizó un grupo de políticos mexicanos poniéndose camisetas de apoyo a Hillary Clinton en el Pleno del Senado.
Ahí están los espejos que Pablo Herrero y Anahí Alonzo colocaron en el escenario para mostrar que el Monterrey de Cantú también refleja cierta Mérida “blanca” de “gente bien” y su discurso doblemoralista de “valorar” lo “autóctono”. Porque, como dijo don Rogelio: «Aquí hay dinero; aquí no hay historia, aquí hay futuro. Aquí no hay problemas filosóficos, aquí hay trabajo; aquí hay que saber partirse el lomo para sacar agua del desierto. Pro-gre-so. Fe y progreso, eso es lo que nos sostiene, eso es lo que somos…»