Una ocasión de reencuentros felices. Así fue el marco para conmemorar nuestras fechas libertarias, marco creado por la Sinfónica de Yucatán, cuando reabre puertas en su temporada treinta y ocho en el Peón Contreras, su teatro casa. El viernes 9 de septiembre de dos mil veintidós y el domingo 11, se cumplió el catálogo anunciado – cuadros de una exhibición mexicana – para disfrutar composiciones que traducen a México en colores distintos, rebosantes de brillo y energía, con ingredientes que, sin contradecirse, definen a nuestra patria. Rodolfo Halffter, Arturo Márquez, Daniel Ayala, Juventino Rosas y José Pablo Moncayo constituyeron la propuesta con sus armonías llenas de amor a nuestra tierra.
La señora Margarita Molina, puntual y amabilísima, dio la bienvenida encomiando los logros de la orquesta que, tras dieciocho años, recibe la definitiva aceptación de propios y extraños. Un replicante aplauso dio acceso a nuevas apariciones en escena, advirtiéndose la mediana configuración orquestal con que iniciaba el programa. Desprovista de metales, la presencia del piano lanzaba un vaticinio que se repetiría durante la primera mitad del espectáculo: dejaba de lado su tradición protagónica, para sumarse al canto acrisolado del ensamble.
“La Madrugada del Panadero” fue la baraja con que iniciaba esta curiosa lotería nacional. Halffter, aunque español, era un mexicano más que consagró su alma a México, henchido de gratitud. Capta la emotividad de la vida cotidiana, donde un horno de panadería le bastó para narrar una variedad de danzas breves. Con ellas no se aleja de su españolismo, pero queda perfecto: imposible pronunciar México sin pensar en España, pese al desvarío oficialista de este y otros tiempos.
Dejando las faenas madrugadistas, la orquesta – con su piano invitado – inició el “Danzón número 2” de Márquez. La sensualidad del clarinete, como en cualquier rapsodia azulada, se abre paso con el delicado acompañamiento en pizzicato de la cuerda. Las claves, aceptando su razón de ser, marcan el pulso de un propósito que será cada vez más grande. El oboe es precursor del primer canto con que el chelo arrastra y enamora, dejando que el piano disponga lo que quiera en un orden nuevo. La evolución de este tema no cesa ni deja de sorprender. Márquez usa el embeleso en casi todas las posibles combinaciones, reservando solo algunas para el resto de su colección. Ajustada y perfecta, la sinfónica dio lucimiento considerable al danzón, manteniendo la incógnita de cómo ha sido posible su alcance a tales dimensiones, cuando – por definición – solo un ladrillo basta para poderlo bailar.
Daniel Ayala llegó con “Tribu”, un breviario de tres partes que explora las raíces ancestrales de lo que, aun siendo México, rechaza el olvido. Su universalidad es tal, que de pronto puede coincidir con otras estirpes – incluso la china – por la base rítmica, aunque está hecha de piedras y caracolas, sobre la que se concentra para edificar melodías. Subrepticias, sus partes son incidentales y prácticamente de la nada, va involucrando a la orquesta en pasajes que rozan lo fastuoso. Discreta en lo aparente y desde su fuero interno, culmina con un murmullo que tomó por sorpresa al auditorio.
Los tímidos aplausos formularon una cálida aceptación como preámbulo a la enérgica presencia de Moncayo. Su “Sinfonietta” está más ligada a otra universalidad compartida con Copland, borrando fronteras hacia una nueva geografía cultural, partiendo de aquel impulso nacionalista que hervía antes de la segunda gran guerra. Moncayo sabe cómo crecer una orquesta. Sus pentagramas intensifican cada frase y, a pesar de sus alcances, logra llegar por más. La interpretación finísima arrancó grandes aplausos, fincándose un segundo pilar de la velada.
Con un arreglo de Manuel Enríquez, el vals “Sobre las olas” de Juventino Rosas, borró cualquier incertidumbre sembrada por Ayala. Los esquemas europeos también dieron espacio a la creatividad de México, con un tema que tiene más de popular que de académico. La sonoridad del arreglo se dirige – y lo consigue – a homogeneizar el poderío de la cuerda en un registro bajo, como tratándose de una viola solista de la mayor intensidad. Ya se tienen recursos de alientos, percusiones y hasta del arpa en los actos de contrapunteo. Las trompetas perfilan los matices festivos y al momento se alcanza la cúspide sonora, que pudo tener alguna pizca de folklorismo.
El aplauso que obtuvo, encalló al inicio del segundo himno nacional: el “Huapango”. Nuevamente Moncayo, grande y elocuente, hace un tejido que describe el paisaje nacional sin palabras ni pinceles. Llega de inmediato a donde ha pensado y surte un efecto emancipador, que hace pensar, si un día se perdiera el sentido nacional, sería recuperado con la brújula de Moncayo, equivalente al más hondo Viva México, mediante corcheas y acentos huastecos. La Sinfónica de Yucatán permanece. Cambia de piel, pero manteniendo su vigor. El reinicio de sus actividades, coincide con las del resto del país y con las del mundo, para relanzar una declaración de que la Música es esperanza y que de allí toma su esencia. Ni cómo agradecerles. ¡Bravo!