Para finalizar su temporada septiembre diciembre, la Sinfónica de Yucatán se trasplantó otra vez. Ahora fue a instalarse al gran salón del Club Campestre, pero formaba parte de lo previsto para terminar este año dos mil veintidós. El espacio, refinado y prolijo, se transformó en la escena de un repertorio invernal, cercano lo más posible al concepto que tanto promueve la cinematografía. Para su disposición, la orquesta ocupó un área central, convirtiéndose en islote cuyo magnetismo le rodeaba del público de todas las edades.
Irradiando encanto, la presencia orquestal en blanco y negro refulgía con los brillos dorados de las trompetas y cornos sumándose al destacado matiz de tantos instrumentos de madera. Bajo el brazo, la selección de partituras era de impacto misceláneo: un tutti frutti hecho de inspiraciones desde Rusia, Alemania, Austria –incluso del Imperio austrohúngaro– en medio de saltos en el tiempo, hasta casi concluir con lo contemporáneo de los Estados Unidos, a través de John Williams, responsable de musicalizar las gestas galácticas más lejanas.
“En las estepas de Asia Central” de ese genio apellidado Borodin, se registró la primera postal navideña, presagio de sonoridades mayores que sobrevendrían. La pieza dulcísima, interpretada a ojos cerrados, dio resultado. Logró grandes aplausos que dejaron el ambiente propicio a lo que seguía. Y aquello fue, de Bedřich Smetana, una tríada de danzas – sin la obertura anunciada – compuestas para su célebre ópera “La Novia Vendida”: a cada fragmento siguió una ovación bien estruendosa. “Polca”, “Furiant” y “Danza de los Comediantes” resonaron festivas, dando un impulso energético a la presentación, que desde luego ya era un éxito indiscutible.
Unos minutos de descanso modificaron la constitución del ensamble. Ahora estaba añadido el Taller de Ópera de Yucatán que, fiel a su costumbre, aporta su maestría a la sinfónica. Ese tándem había fraguado interpretar a Haendel, una salutación al Barroco, aunque con mucha diferencia en la sonoridad. Efectivamente, “Zadok el sacerdote” de G. F. Haendel, fue un clamor del que nadie pudo escapar, alcanzando todos los rincones del recinto. La obra, como cualquiera hecha para las profundidades, daba un giro en el sentimiento de aquellas huestes que, serenas, escuchaban: desde el primer compás, su respiración quedó regida por la batuta. Llegando la primera sílaba cantada, el conjunto había sometido todas las voluntades.
La obviedad de su final, produjo una reacción en cadena de muchos aplausos, recargándose una vez más para lo siguiente, el “Hallelujah” del mismo autor –retocado por Mozart– dando por fin una muestra conocida, en el poderío musical de aquel alemán protoinglés. La orquesta daba todo de sí, híbrida con las voces, que en todo momento mantuvieron un estándar impactante. El asombro cuajaba a cada compás y el acorde final marcó el culmen hasta entonces. Los aplausos rivalizaron con la sonoridad del tema. Les encantó.
De repente, se acabó el balance. Fuera de liga, “Dry Your Tears, Afrika” de John Williams, es una pieza muy sonora pero desprovista del calado anterior, insuficiente para tener un sitio al menos en ese programa. Bien interpretada, sí; pero su calidad funciona justa para lo que está hecha: enmarcar un pasaje cinematográfico, en específico de “La Amistad”, historia que trata de la esclavitud en los EEUU durante el siglo XIX. Pese a ello, la gente agradeció con ovaciones sin percatarse demasiado del negrito en el arroz.
Como al empezar, de nuevo Borodin y de nuevo los impactos del nacionalismo ruso. De la ópera “Príncipe Igor”, sus “Danzas Polovtsianas”, refieren el carácter de los cumanos, uno de tantos grupos nómadas alrededor del Volga, en las regiones boscosas de Hungría y Rumania. La versión de la OSY comienza con la “Danza de las Doncellas Polovtsianas”, una cosa llena de júbilo interpretada con calidad de exportación, capaz de incentivar la fantasía hacia panoramas ajenos a esta selva de hoja caediza.
En las danzas se encierra la melodiosa tonadilla –muy famosa que aprovechara hasta el trombonista Ray Coniff– que en su conjunto fue golpe de timón para rencauzar el concierto a su dimensión original. El Taller de Ópera, de María Eugenia Guerrero: inmenso. Necesario que lo fuera, por el tremendismo que alcanza la partitura en la tercera y última de “las Danzas”. Aquello era agudo y muy ruso, redefiniendo de un manotazo todo lo acontecido. Algarabía. Toda la gente de pie, vitoreando y exaltada por la descarga eléctrica que recibió de Borodin.
Y, frente al rotundo éxito, una cosa extraña por demás: pudiendo despedirse con la magnificencia de Haendel y su Aleluya, el agradecimiento final consistió en el tema –otra vez– de John Williams, asténico frente a las obras tan colosales que le antecedieron. Igualmente, muy aplaudidos, dejando contentamiento en centenares de oídos. La Sinfónica de Yucatán se ha movido, adaptándose en su tablero hacia nuevas jugadas, pese a lo difícil o muy difícil de algunas situaciones. Ya anuncia una temporada nueva, señalando el brillo que aún le falta compartir en nuestra sociedad. Que gane fuerzas mientras las nochebuenas transcurren; nos veremos en el veintitrés. Allí estaremos para aplaudir. ¡Bravo!