Oppenheimer o cómo aprendí a odiar la bomba atómica

Christopher Nolan logra un mosaico pleno de dramatismo, eficientes recursos visuales y sonoros para mostrar a Cillian Murphy en estado de gracia en su encarnación de Robert Oppenheimer como el artífice de la bomba atómica y, al mismo tiempo, como un Prometeo moderno...

Me he convertido en Muerte, el destructor de mundos.

Bhagavad Gita, libro sagrado hindú.

En su más reciente producción cinematográfica, Oppenheimer (2023), el director británico Christopher Nolan renuncia a su acostumbrada grandilocuencia visual para entregarnos una película densa en la cual explora las implicaciones morales de la ciencia y la tecnología cuando éstas son utilizadas con fines bélicos, como es el caso de esta historia sobre el llamado padre de la bomba atómica: J. Robert Oppenheimer.

El doctor Oppenheimer, encarnado por el actor irlandés Cillian Murphy, se nos muestra aquí como un físico que, a pesar de su genialidad, es presa de sus emociones. Desde un inicio sus pasiones intelectuales se ven subordinadas a sus preocupaciones sociales y por el estado de las cosas en el mundo tumultuoso que vivió desde los años treinta hasta la gran conflagración mundial de los años cuarenta —y en los años siguientes.

La trama de la cinta, fiel al estilo de su director, se estructura en tres tiempos cuya narrativa no es lineal, pues se nos presentan de manera paralela y en saltos elípticos que abarcan el periodo de 1930 a 1945, desde el inicio hasta la culminación de la bomba atómica; 1954, el año en que es sometido a una investigación para determinar si es una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos, y 1959, cuando Lewis Strauss (Robert Downey, Jr.), presidente de la Comisión de Energía Atómica, es nominado ante el Congreso para formar parte del gabinete del entonces presidente Eisenhower.

La relación de estas tres épocas, en principio, no quedan claras para el espectador. Pero el director de Memento, El origen, Interestelar y Tenet va imbricando las subtramas a lo largo de tres horas, conformando una suerte de matrioshka o muñeca rusa, en la que capa tras capa van apareciendo distintas revelaciones que nos llevarán al anticlimático desenlace.

Ciertamente es anticlimático, toda vez que la película comienza de manera vertiginosa contándonos los inicios de Oppenheimer en la mecánica cuántica, sus estudios primero en el Reino Unido y, posteriormente, en la Alemania de los científicos que pronto serían reclutados por el nazismo en su afán por dominar el mundo.

Oppenheimer, una vez reclutado por el general Leslie Groves (Matt Damon), del gobierno de los Estados Unidos, es designado director del “Proyecto Manhattan”, iniciativa ultrasecreta cuyo objetivo era crear el arma definitiva, una que acabaría de una vez por todas con la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica. Para ello, en Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, construyen una ciudad de ingenieros, químicos y físicos; las mejores mentes científicas de su generación y, en el centro, Oppie, como le apodaban de cariño sus colegas.

El entusiasmo por la ciencia y los descubrimientos de los científicos ahí congregados es contagioso para el espectador, el cual mira fascinado este portentoso proyecto, aunque el montaje en paralelo de un Oppenheimer deprimido y lleno de dudas no permite que olvidemos que lo que están construyendo en medio de la nada podría ser algo que potencialmente podría destruir a la humanidad entera.

No es casualidad que la película esté dividida en dos segmentos: fisión y fusión. En la primera mitad, el clímax llega al momento de hacer la prueba Trinity, que fue la primera detonación atómica en Los Alamos antes del bombardeo en Hiroshima y Nagasaki. La segunda, lidia con las consecuencias éticas y morales del Proyecto Manhattan una vez que se ha probado el poder destructivo de la bomba atómica sobre las ciudades japonesas. Y, aunque no se muestra de forma explícita, las miles de muertes hacen mella en la frágil psique de Oppenheimer, quien comienza a imaginar un mundo aniquilado por la terrible manipulación política del átomo. La Guerra Fría.

El formato IMAX —como Dunkerke y Tenet— y la fotografía del suizo Hoyte van Hoytema nos permiten apreciar la amplitud del horizonte de Nuevo México, y, sobre todo, los enormes primeros planos del rostro de Murphy, que dejan ver la paulatina degradación de Oppie al darse cuenta de que su monstruosa creación ciertamente es un avance científico hecho para derrotar a Hitler, aunque en manos del gobierno es como la caja de Pandora que liberará los demonios y los dejará fuera de control.

Al igual que sus tres líneas narrativas/temporales, la película oscila entre el blanco y el negro, las tonalidades grises y los colores para remarcar la época que se nos cuenta, al igual que la relación dimensional o relación de aspecto, la cual varía según las necesidades del guion —por ejemplo, amplitud de campo para los paisajes y los reducidos encuadres en las escenas de los claustrofóbicos interrogatorios.

Además de la fotografía, otro elemento a resaltar es la banda sonora compuesta por Ludwig Göransson, la cual casi funge como otro protagonista, con punzantes violines y no menos graves chelos, así como una vigorosa sección de metales, que hacen su aparición en los momentos más álgidos del argumento, incluso por encima de los diálogos. Esta predilección de Nolan por la música como elemento expresivo es bien conocida, en especial a partir de sus colaboraciones con Hans Zimmer en películas anteriores.

La mayor virtud de Oppenheimer es contar esta historia trágica de forma coral, como los antiguos griegos, valiéndose de un elenco de histriones de primera línea, incluso cuando sus intervenciones son mínimas, como en los casos de Rami Malek, Kenneth Brannagh como Niels Bohr y Gary Oldman, cuya breve aparición como el presidente Harry S. Truman no tiene desperdicio. Y aunque de la película se ha criticado que tiene una duración excesiva, no lo es tanto si se considera que es una adaptación literaria fiel a los registros históricos de la época.

Eso sí, la última hora tiene un ritmo diferente, no es vertiginosa sino que constituye una especie de colofón que retrata ya no el triunfo, sino la caída del protagonista, y tal vez por ello sea la más pesada para el espectador, pero también la más importante, porque nos ofrece el contexto en el cual confluye la tesis de Nolan, mostrar a Oppie como víctima de las circunstancias políticas propias del macartismo al tiempo que reivindica la figura de Oppenheimer bajo la óptica actual.

Christopher Nolan se basó en la biografía novelada de Kai Bird y Martin J. Sherwin, American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer (2005) para elaborar su guion, escrita a partir de una extensa investigación y documentación que les tomó veinticinco años y les granjeó el premio Pulitzer. Para que este Prometeo Americano complete el ciclo arquetípico de todo héroe mitológico se requiere de un villano a su nivel, de un gran antagonista: Lewis Strauss —Robert Downey, Jr. en uno de sus papeles dramáticos mejor logrados en los últimos años—; un Downey envejecido y con una incipiente calvicie con la suficiente presencia escénica y recursos actorales para trastocar la última hora de la película, la cual se torna en un thriller judicial que por momentos nos recuerda a JFK (Stone, 1991).

Emily Blunt en el papel de su esposa, Kitty Oppenheimer, y Florence Pugh como Jean Tatlock, su amante comunista, si bien tienen intervenciones secundarias, añaden profundidad al personaje encarnado por Murphy; Blunt, especialmente, cobra importancia hacia el desenlace del filme. Después de todo, nadie del elenco sale sobrando, pues Josh Harnett, Ben Safdie, Jason Clarke, Dane DeHaan, Tom Conti y Casey Affleck completan el reparto de científicos y militares que rodean a Oppie.

Más allá de la complejidad del guion y el aspecto visual —primordial en las películas de Nolan, que cinta tras cinta pretende reinventar y romper los límites del cine—, lo cierto es que el hilo conductor sobre el que se apoya es la interpretación de Cillian Murphy, encarnación de un Oppenheimer en estado de gracia y en plena madurez, pues si bien es conocido como un actor de carácter, rara vez se le ha visto al frente de una superproducción como ésta.

Casi podría decirse que Oppenheimer no es sino la consagración de Murphy como actor y de Nolan como director; el primero, al demostrar que puede protagonizar una cinta de esta envergadura y sobresalir por encima de un elenco lleno de talentos con grandes trayectorias; el segundo, por tener la humildad de poner su magistral manejo de la lente, del guion cinemático y de los giros argumentales al servicio de una narrativa cinematográfica en la que su prioridad es contar la Historia, así con mayúscula.

*Esta crítica cinematográfica apareció originalmente en Revista Replicante con el nombre “Oppenheimer, ¿el destructor de mundos?”

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