Ser un árbol, pensar como un árbol…

Partiendo del libro "Pensar como un árbol", del ecólogo francés Jacques Tassin, en su texto Noé Vázquez ramifica la idea hacia la literatura, retomando las obras de autores como Nabokov, Octavio Paz, Yolanda de la Torre y Philip Larkin, entre otros. No dejes de leer esta reflexión...

Vladimir Nabokov, siendo un escritor eslavo que constantemente descubría la lengua inglesa desde la mirada de extrañeza del ruso recién llegado, hizo una novela un tanto dispersa, hecha de arrebatos, de intenciones, de bifurcaciones y que es considerada una de sus mejores obras. Se trata de su novela Ada o el ardor, en donde distinguimos un delirio que se esparce: los arrebatos de la sensualidad, el incesto, la polisemia de la lengua, las constantes referencias históricas y culturales, y sobre todo, la reinvención del lenguaje. La lengua se esparce en su polisemia, en sus redes semánticas. La obra tiene algo de lujuria selvática.

Ardor es una voz inglesa que se parece a arbor, o árbol, tal y como lo expresa el autor: «Ada, our ardors and arbors». Existe una constante universal de parecer ramaje, una relación fractal que une las nervosidades de la hoja con la estructura de las ramas y las sinuosidades del bosque. Y podemos trasladar esas formas más allá: si pudiéramos alejarnos lo suficiente del universo conocido, veríamos una estructura parecida a una cadena de nervosidades, un grupo de filamentos como ramas, como las agujas de un pino con galaxias engarzadas como semillas, un árbol con sus ramas o un manojo de redes que se separan, se unen, se bifurcan y se entrelazan.

Algunos astrónomos han descubierto un súper cúmulo de galaxias, al que llaman Laniakea, que significa «nuestro cielo» en hawaiano. Laniakea es una arborescencia, lo mismo que la cadena de redes neuronales que tenemos en nuestro cerebro. Esto ha llevado a pensar a algunos teóricos acerca de la posibilidad de que universo y el cerebro humano hayan evolucionado al mismo tiempo y funcionen de la misma forma. Algunos han sugerido que Laniakea tiene conciencia propia, una forma de autogestionarse y tomar sus decisiones; es decir, un universo consciente. Nadie lo sabe con certeza. Ambos sistemas, cerebro y universo parecen organizarse con los mismos principios que rigen las redes.

De la misma forma en la que se organiza un árbol, el cerebro posee un corte arborescente, de ahí que se hable del «árbol de la vida» que se encuentra en el cerebelo. Volviendo a Nabokov, su citada novela es una obra exuberante por sus referencias y por sus dobles sentidos, por sus alusiones y ramificaciones, una obra que se esparce a varias direcciones, como un ramaje, como una arbolada. Los seres humanos somos también ese ramaje: la intención y la utopía, las desviaciones, la exuberancia de nuestras posibilidades. Cada ser humano está en vías de ser, de resolverse en algo distinto. Sus decisiones y utopías forman un ramaje que se extiende en el futuro de lo que somos.

Yolanda de la Torre habla de un árbol interior: «Árbol de mí, / estaca en tierra, / fue mi destino raíz / yacer profunda y vertical…». Después de todo, la vida es un zigzag de intenciones. De la raigambre a la explosión, somos el árbol que brota y se ramifica. El poema Piedra del sol de Octavio Paz sabe de estas ramificaciones: «un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado más danzante, / un caminar de río que se curva…». Del tronco a la exploración del mundo, nuestra biología es una rama: pensemos en nuestros vasos sanguíneos, la cadena de nervosidades pulmonares, la red de distribución de venas y arterias que parte del corazón hacia a otras partes del cuerpo.

Somos árboles, como bien supo verlo Viviana Paletta, poeta argentina: «Todo el que tiene un cuerpo / tiene un árbol. / Y dos que se juntan, bosque». El árbol adentro de lo que somos se comunica con el árbol de afuera, intuimos que nos dice algo. Pensar el árbol ya es pensar en la génesis del lenguaje desde el silencio y la inminencia de una palabra: «El sonido de la primera palabra fue la de un árbol, / y los animales y las aguas respondieron», escribe la poeta nicaragüense Esthela Calderón.

El ecólogo francés Jacques Tassin, en su libro Pensar como un árbol afirma que el árbol «persiste a soplarnos respuestas del mundo. Nos dice algo sobre él». Hermann Hesse habla de esa comunicación que nos alienta y nos enseña: «Cuando hayamos aprendido a escuchar a los árboles, nos sentiremos en casa». Octavio Paz nos habla de esa comunicación privilegiada que solo se da en la reflexión y la soledad: «Una vez, un árbol a punto de decirme algo, calló»; mientras que para Philip Larkin, el hecho de nacer o de brotar ya es una forma de comunicar algo, de dar un mensaje: «Los árboles ya comienzan a brotar / como algo a punto de ser dicho».

Esa inminencia de comunicar está presente en esos momentos nocturnos y solitarios cuando miramos al cielo buscando alguna respuesta sobre nosotros, como si el mismo cielo tuviera algo que ver con nuestros sentimientos y andanzas por el mundo. Desde arriba, desde la estratósfera, el árbol también es nube, tal y como Yolanda de la Torre supo verlo en estas líneas: «Si no soy árbol, me decanto en cielo. / Sutil madera zarca, con vocación de nimbo».

Hay una voluntad de viaje en la rama que se aleja del tronco, en la hiedra que se esparce y abarca los espacios. Hay un intento de dispersión y de brote en el mero hecho de pensar, al punto de que el pensamiento nos obnubila, se enrarece y se vuelve confuso, de ahí que Jacques Tassin nos aclare que «todo pensador es un jardinero sin saberlo». Pensar es eliminar brotes que no llegan a ninguna parte y dejar crecer ramas que llevan su propósito. Nuestras comunicaciones forman una red arbolada que se extiende, como una voluntad de ser, de pertenecer y abarcar los espacios.

Jacques Tassin ve en el árbol una anamorfis —en el sentido de deformación de formas y espacios— recompuesta por nuestras miradas. Una deformación que vamos recomponiendo o un orden que vamos deformando. Para Tassin, cada interacción humana con la naturaleza y con nosotros mismos reviste formas de arborescencia: «Las formas y los componentes esenciales de nuestro cuerpo, los alimentos que ingerimos, el oxígeno que respiramos, nuestras aspiraciones espirituales…». Tassin nos pide volver a encontrarnos con ellos, recuperar el bosque y su follaje; concebirlos como alteridad. Para Tassin, debemos volver a ver el árbol como un «interlocutor privilegiado».

Pensándolo bien, hay en un árbol en todo: un ínfimo punto que se bifurca en trayectos arácnidos, un fiat lux que se dispersa en brotes y linajes, una voluntad de viaje en la enramada.

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