Apología de la imaginación: ¿100 años de soledad en Netflix?

Tras el anuncio de Netflix de adaptar la mayor obra de Gabriel García Márquez, el mundo literario y no literario se ha dividido. Por ello, Mario Lope realiza una aproximación ensayística hacia lo que el autor de Cien años de soledad hubiera -o no- querido.

“Cien años de soledad es uno de esos raros casos de obra literaria mayor contemporánea que todos pueden entender y gozar”. Mario Vargas Llosa

 

GARCÍA MÁRQUEZ SE RESISTE AL CINE

Tras el anuncio de Netflix de llevar al cine la mayor obra de Gabriel García Márquez, el mundo literario y no literario se ha dividido. Muchos a favor, muchos en contra. Más allá de comentarios vulgares y necios, es necesario hacer una discusión basada en aproximaciones hacia lo que el autor de Cien años de soledad quería: no llevar ese libro al cine.

En el El olor de la guayaba, García Márquez sentenció a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza que su deseo era no plasmar Cien años de soledad en la pantalla grande. Críticos y amigos del colombiano le refutaron indirectamente su afán de negar los derechos de semejante obra para ser llevada al celuloide.

El crítico de teatro norteamericano Mel Gussow, escribió en el New York Times que “García Márquez necesitaba de un cineasta de su propia estatura y probablemente hacía falta un director del genio idiosincrásico de Buñuel para hacerle justicia”. (Excélsior, 7 de agosto de 1990). Y el biógrafo de Gabo, Gerald Martin, se lamentaba de que el colombiano nunca haya vendido los derechos: “Qué lástima, pues, que Fellini nunca deseara cometer el desafío y que Akira Kurosawa, que por aquellos años acariciaba con entusiasmo la posibilidad de rodar El otoño del patriarca, no lograra hacer despegar su proyecto”. (Gerald Martin, Gabriel García Márquez, una vida, 2008).

El mismo Martin afirma en su libro que García Márquez había entrado en conflicto con actores famosos de Hollywood como Anthony Quinn, quien le ofreció un millón de dólares por adaptar al cine Cien años de soledad. Gabo rechazó la oferta. “Quinn aseguró que García Márquez había aceptado y que luego había incumplido el trato, extremo que el colombiano siempre negó”. (Gabriel García Márquez, Una tontería de Anthony Quinn, publicado originalmente en El Espectador el 21 de abril de 1982, citado en Gerald Martin, Ibid).

Sin embargo, Gabo no siempre ha estado peleado con el cine, como sugiere su biógrafo Martin. Optó por vender los derechos de El coronel no tiene quien le escriba en 1999. Arturo Ripstein llevó a Fernando Luján, Marisa Paredes y Salma Hayek a las ciudades de Campeche y Veracruz para ambientar la novela del viejo coronel que espera su pensión de guerra. Dicho filme no logró captar la atención de la crítica ni de los lectores de Gabo. Incluso la película es desangelada, gris, aburrida y mal ejecutada por parte de ciertos actores. En contraste, El amor en los tiempos del cólera, dirigida por Mike Newell en 2007, logró captar la atención, por lo menos de los lectores de Gabo. Esto solo por mencionar las obras más significativas del colombiano.

Pasaron las décadas y el autor de Cien años de soledad murió en la Ciudad de México el 17 de abril del 2014, un jueves santo, mismo día que muriera Úrsula Iguarán, el pilar que sostiene dicha novela. Se desconoce si Gabo dejó en su testamento la voluntad que tuvo durante toda su vida: no llevar nunca al cine Cien años de soledad. Haya sido o no para la posteridad, los tecnicismos legales dejan de ser vulgares cuando al cheque de una compañía como Netflix se le imprimen muchos ceros.

Volvamos a la pregunta inicial de todo esto. ¿Por qué García Márquez nunca quiso llevar su obra cumbre al cine? ¿Acaso creía que los recursos tecnológicos de la década de los setenta, ochenta y noventa, llamados “efectos especiales”, desplazarían el poder de la imaginación de sus lectores? ¿Creía que la literatura peligraba frente a lo que el cine ofrecía? ¿Fue un temor (o recelo) semejante al que muchos escritores sienten hoy en día frente a otros “efectos especiales” llamados Inteligencia Artificial? Vamos a aproximar algunas respuestas.

El novelista turco Orhan Pamuk menciona que cuando leemos lo hacemos de un modo lógico: con los ojos, con la mente, distraídos, abstraídos, pero sobre todo leemos con la imaginación. Se pregunta: “¿Cómo es posible que esas sensaciones interiores difieran tanto de lo que sentimos cuando vemos una película?” Pamuk llega a una conclusión: la atmósfera concreta. Este concepto no es otra cosa sino la recreación mental que las palabras ejercen y sus significados, que se tornan “reales” de un mundo subjetivo. Saussure, Sapir, Piaget, Barthes, Eco, y muchos más se han encargado de teorizar sobre el tema.

“Mientras centraba toda mi atención en los detalles de la novela que tenía en las manos, para amoldarme al mundo en el que estaba entrando, me esforzaba para visualizar las palabras en mi imaginación y para recrear mentalmente todo lo que se describía en el libro. (…) Entonces podía ver lo que se narraba en la novela”. (Orhan Pamuk, El novelista ingenuo y el sentimental, 2010).

Llama la atención que Pamuk utiliza la palabra “visualizar” para “ver” lo que se describe (visualizar no es otra cosa que imaginar los conceptos con los que construimos la realidad). El cine no es otra cosa que ver y visualizar lo que se narra a través de las imágenes que miramos. Sin embargo, aquí subyace la diferencia entre una cosa y otra. “¿Cómo vamos a poder imaginar algo, si las imágenes siempre les son dadas?”, pregunta el profesor Henry Barthes en la película “Detachment” (2012).

Gabriel García Márquez llegó a este punto en la década de los setenta cuando confesó a Plinio Apuleyo Mendoza que no deseaba que Cien años de soledad fuera llevada al cine. “En mi caso, el cine ha sido una ventaja y una limitación. Me enseñó, sí, a ver en imágenes. Pero al mismo tiempo compruebo ahora que en todos mis libros anteriores a Cien años de soledad hay un inmoderado afán de visualización de los personajes y las escenas, y hasta una obsesión por indicar puntos de vista y encuadres”. (Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza, El olor de la Guayaba, 1982).

Gabo no estaba equivocado. Antes de Cien años de soledad vemos la cámara en sus obras. Sobre todo, en El coronel no tiene quien le escriba. La obra más visual de García Márquez. La cámara (el encuadre) es el recurso y no la imaginación. Aquel Gabo que escribía novelas en 1957 probablemente se partiría de risa si hubiera pensado introducir en un libro “escenas” de un gitano arcaico que al mismo tiempo fuera la voz narradora de una saga familiar que cuenta sobre un mundo tan reciente y pueril cuyo devenir será la podredumbre social, consecuencia del pecado original.

Todo ello con elementos que, en el embrión imaginario, describieran fenómenos inexplicables como que un imán hace crujir clavos de las puertas ante la desesperación de ser desarraigados, que un cura levita a causa de beber chocolate, que el hilo de sangre de un asesinado recorre todo el pueblo en busca de su madre, que un hombre descomunal puede provocar terremotos con su trepidante caminar, que las premoniciones siempre se cumplen ante lo irracional del azar, que una mujer hermosa puede ser llevada al cielo en cuerpo y alma a causa de su inocencia, que puede llover cuatro años seguidos, que un hombre puede ir acompañado permanentemente de mariposas amarillas y que el amor verdadero concebido en el incesto puede procrear a la más monstruosa de las criaturas humanas posibles.

No. Para García Márquez la idea sería simple y descansaría en la fantasía y no en la imaginación. Para escribir fantasías le bastaba el cine. Ahí estaba la cámara en La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, y varios de sus cuentos previos a “Los funerales de la mamá Grande” y a “Isabel viendo llover en Macondo”. Para hablar de los Buendía no necesitaba del cine, necesitaba los recursos de la imaginación. Y para lograr esto se necesitan recursos literarios, no cinematográficos.

Ante esto, cabe preguntarse aquí, ¿son malas las novelas de García Márquez previo a Cien años de soledad? La realidad es que no. El hecho de utilizar una variedad de recursos para visualizar una imagen o caer en el abuso de las descripciones, son elementos que se pueden juzgar según el estilo y la fuerza narrativa. Sin embargo, hay opiniones opuestas.

Lucio, personaje ficticio de El último lector, novela de David Toscana, es el bibliotecario del pueblo de Icamole. Tiene un matasellos para mandar a un cuarto desterrado a las malas obras literarias. “Sólo entregaba la novela de inmediato a las cucarachas, sin importar lo atractiva que le estuviera pareciendo, cuando el autor recurría al cine para darse a entender.”

 

LOS RECURSOS DE LA IMAGINACIÓN

En García Márquez, Historia de un deicidio (1971), Mario Vargas Llosa habla de “realidad ficticia”. Un término que parecería de lo más contradictorio. Pero así es Cien años de soledad para el lector no latinoamericano. Para un colombiano, mexicano, venezolano, etc., la realidad sólo se puede explicar desde el mito y la leyenda. Para un cartesiano la realidad es objetiva, no subjetiva. La construcción ficticia de la realidad parte de la tradición oral latinoamericana. Particularmente caribeña.

A partir de la saga de los Buendía, Gabo apaga la cámara y enciende la técnica literaria.

“Cuando nos sumergimos en una novela, a veces es tan honda la impresión que nos causa la extraordinaria naturaleza de las cosas que leemos. (…) En esas ocasiones, tenemos la sensación de que el mundo ficticio que descubrimos es más real que el propio mundo real”. (Orhan Pamuk, Ibid.). Véase también lo que Juan Villoro opinaba acerca de la realidad campesina en México frente a la ficción literaria campesina en las obras de Juan Rulfo.

¿Cómo hacer que ese mundo ficticio, que es más real que el propio mundo real, aparezca en la cámara del director de cine, cuando éste proyectará su propia versión de una realidad que el lector imaginó diferente al interiorizar el libro? Cuando veamos en la pantalla a los Buendía, es posible que algunas de las “escenas” o pasajes de Cien años de soledad parezcan ridículas, irreales, fantasiosas, carentes de sentido, burlescas, incrédulas, tal y como Gabo suponía que serían si continuaba con la técnica de “visualización” de dicha realidad objetiva. Se teme que ese sea el resultado de la serie.

¿Cómo representar en la pantalla un mundo real que al tiempo es irreal-subjetivo (o real-maravilloso, como bautizaron al “realismo mágico”)? El director que se encargará de llevar al formato visual esta novela tendrá la tarea de representar dos cosas: la realidad subjetiva y la irrealidad objetiva. Esto último no es otra cosa que hacer ver en la pantalla grande tres elementos de la novela: el mito, lo exótico y lo imaginario. Mostrar una imagen “visual” -no imaginaria- de la realidad exótica implicaría una desilusión de parte de quien la ve o escucha, toda vez que cada lector imagina la realidad ficticia según su experiencia real objetiva.

Algo parecido experimentó Álvaro Mutis en 1966, cuando García Márquez reunía por las noches a sus amigos escritores en su casa de San Ángel Inn para “contarles” el prodigio que estaba escribiendo. El autor de Maqroll el Gaviero relató: “una noche llegué con Carmen a San Ángel Inn, él salió y me dijo: ‘Acabo de escribir una escena en que un cura levita tomándose una taza de chocolate’. Entonces yo dije: ‘¡Qué horror, este hombre ha jodido la novela, no puede ser que un cura levite tomando chocolate!’. Lo que pasa es que Gabo no es un buen narrador oral de sus historias, resume mucho y, sin darse cuenta, lo hace un poco grotescamente, y termina haciendo una caricatura de su propia historia”. (Dasso Saldívar, García Márquez, el viaje a la semilla, 1996, ediciones Folio). (Otra opinión tendría Mario Vargas Llosa, quien en 2017, en la Universidad Complutense de Madrid, dijo que García Márquez era un “extraordinario narrador oral de sus historias”.)

Sucede con los personajes bíblicos. (Es sabido que García Márquez utilizó recursos narrativos que se emplean en La Biblia para mostrar -no describir- los fenómenos exóticos, irreales y subjetivos). En el texto sagrado aparecen “hechos reales” que, llevados al cine, parecen una caricatura de mal gusto, por no decir que lo único que han dispuesto esas películas es fomentar la cultura kitsch. Algo parecido sucede con Kafka y La metamorfosis.

¿Quién no ha visto en la sala de una casa a Jesús de Nazaret ascendiendo al cielo, con sus hoyuelos en las manos y su túnica blanca resplandeciente, con un halo de ángeles que lo flanquean como guardaespaldas? ¿Quién no ha visto en la película Los diez mandamientos (1959), dirigida por Cecile Blount DeMille, abrirse el mar en forma ridícula para que los judíos puedan abandonar Egipto? ¿Quién no se ha burlado, -desde los tiempos del Renacimiento hasta La pasión de Cristo de Mel Gibson-, del rostro que le han adjudicado a Jesucristo (perfil griego, italiano, macedonio, latino, etrusco, romano; todo, menos judío)?

Otro ejemplo: “Entonces los sacerdotes tocaron las trompetas y la gente gritó a voz en cuello, ante lo cual las murallas de Jericó se derrumbaron.” (Antiguo Testamento. Josué 6:20) “Entonces el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente.” (Cien años de Soledad, p. 92, editorial Diana). Misma representación real de un mundo subjetivo. Misma representación irreal de un mundo objetivo. El elemento que hace “convincentes” ambos “hechos” son dos: la voz en cuello (gritos) y beber chocolate caliente. Dos elementos sacados de la realidad objetiva para justificar un hecho irreal subjetivo. Esto en el cine es una caricatura.

Pese a que pueden parecer recursos técnicos que llevaría años escribir para crear ese efecto “convincente” en el lector, García Márquez renegaba, años después, de su obra cumbre. “Está escrita con todos los trucos de la vida y con todos  los trucos del oficio. Eso no lo ha sabido ver ningún crítico”, dijera Gabo a Plinio Apuleyo Mendoza. Probablemente tampoco lo sabrá ver ningún director de cine. “La novela no va a morir porque ningún otro género literario o audiovisual puede decir lo que dice la novela. La introspección a la que puedes llegar por medio de la novela no la tiene el teatro ni el cine, no la tiene ningún otro medio” (Entrevista a Enrique Serna por Fernando García Ramírez, Letras Libres, 16 de noviembre del 2023)

 

HIPERBOLIZACIÓN DEL MITO Y POÉTICA (PERSONAJES E HISTORIA)

¿Cómo hiperbolizar en el cine a un personaje de Cien años de soledad? Cuando Jorge Luis Borges sugirió a Bioy Casares que habría que escribir sobre los primeros pasos de un escritor, éste último respondió que sí, “pero exagerando un poco”. No se puede hablar de la obra garciamarquiana sin un elemento clave: la hipérbole.

Este recurso aparece desde las imágenes y personajes, hasta en el estilo de sus títulos y frases. Empezando por el nombre de la novela: Cien años de soledad. “Un bolero”, como dijera a Plinio Apuleyo Mendoza. “Y si vivo cien años, cien años pienso en ti”. Un despropósito que no tiene nada que ver con el romanticismo. En Cien años de soledad todo se exagera, desde el tiempo, el lugar, el acontecimiento, el personaje, el milagro, lo cotidiano. Todo es pantagruélico.

Casi todos los personajes de Cien años de soledad son deliberadamente irracionales. Exageradamente grotescos. Un crítico de literatura español ha llegado al extremo de llamarlos sicópatas y patológicos. Sin embargo, esto es consecuencia del “efecto” que produce García Márquez en quien lee la novela. El lector puede pasar en un mismo párrafo del asombro a la risa. (El producto de esta risa puede ser originado ante el dominio de los recursos por parte del escritor, pues la ironía subyace en las escenas, en los diálogos o en la perspectiva que en ese momento tiene el narrador).

Así, leemos que la paga por el incesto es que a los hijos les salga cola de cochino. José Arcadio se va con los gitanos y cuando regresa después de darle varias vueltas al mundo, regresa convertido en un gigante cuyo caminar hace retumbar muebles y cimientos; Amaranta descubre que es una mujer amargada desde la juventud y que sólo tendrá cura cuando se convierta en odio hacia su propia hermana; Melquíades alcanza la inmortalidad; el coronel Aureliano Buendía pierde 32 guerras; Rebeca asesina a su propio esposo (se presume); Aureliano Segundo sobrevive a un concurso de comida que resulta un retrato de las obras de Rabelais; y así podemos enumerar un sinfín de hechos cotidianos que si bien frente a la cámara podrían generar morbo, el resultado podría ser de un grotesco no literario sino de un exacerbado mal gusto.

Otro aspecto que no puede dejar pasar el director que llevará al cine (o serie) Cien años de soledad, es el aspecto poético de la novela: el propio Gabo dijo muchísimas veces que una buena novela no es otra cosa que “una trasposición poética de la realidad”. Cuando el autor colombiano hace referencia al término “poético”, no se refiere a su sentido literal. Es decir, lo que el cine no podría retratar no es el “lenguaje poético” en el que están escritos ciertos párrafos de Cien años de soledad; se refiere a que todo el conjunto de la novela traspone, traspasa, atraviesa y penetra la realidad para presentarla de un modo diferente.

Si una novela no fuera una trasposición (sobre todo poética) de la realidad, entonces habría miles de novelas como Cien años de soledad; cualquier sujeto con la capacidad mínima de redactar podría contar la historia de los Buendía. Y en el cine esa historia sería materia prima en bruto. Pero no. Gabo le agrega algo más a esa trasposición: tiene que ser poética. Palabras más, palabras menos: bella, estética. A eso se refería Enrique Serna cuando cita la palabra “introspección”.

 

CONCLUSIONES

 Imaginar.

Bardos y juglares se encargaron hace siglos de mantenernos así: imaginando. Cuando se inventó la imprenta, esos bardos y juglares dejaron de hacer su aparición en las plazas públicas. Cada cual, según sus posibilidades económicas y sociales, podía acceder a esos cuentacuentos de papel de manera privada, en soledad. El entretenimiento se privatizó y con ello el conocimiento. La imaginación pasó de ser un bien común a una posibilidad remota. Si hoy en día pocos pueden (o no quieren) comprar un libro de un autor reconocido, imaginemos en el Siglo de las Luces.

Con esta discusión no se desdeña al cine ni se pretende ponerlo por debajo o encima de la literatura, simplemente se invita al lector a tener un intercambio crítico y que cada uno saque sus propias conclusiones.

Hay obras literarias que fueron llevadas al cine con o sin éxito. Quizá el resultado en taquilla habría sido el termómetro que auxilió a calificar si una cinta era buena o mala. Algunos afirman que las buenas películas las hacen los actores, otros dicen que depende del guion, otros de la visión del director, otros aducen que todo tiene que ir a la par, y otros simplemente opinan que una buena película se verá solo por su resultado final en las butacas.

La expectativa que ha generado Cien años de soledad en la pantalla grande ha puesto a los puristas en contra de los que quieren ver cómo Remedios, La Bella, sube al cielo en cuerpo y alma. El ruido quizás es mucho en comparación con el nivel de desilusión que se llevarán muchos al verla subir en forma rocambolesca, como uno de tantos Cristos que se crucifican por el mundo rindiéndole homenaje a lo que está escrito en el libro sagrado. Veremos.

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