Webern y Haydn, austríacos de siglos diferentes, abrieron cartel en el penúltimo programa de la Sinfónica de Yucatán, de su temporada septiembre diciembre. De oposición en intenciones y estilos, sus obras fueron antesala de la Sinfonía No. 2 de Beethoven, una de sus nueve piedras preciosas que hacen refulgir las tardes y las noches de la orquesta. Una vez más, el programa quedaría bajo la batuta joven de Alejandro Basulto.
La Pasacalle es música originalmente callejera, de manifestación barroca; pero en el repertorio de Webern, apenas rebasa cien años. Surgió en la juventud de un compositor que daría mucho a la creación en el siglo XX, abriéndose camino en el serialismo que Schöenberg anticipaba – una de varias iniciativas experimentales – ganando impulso tras alejarse de las viejas corrientes artísticas. El plan general era vigorizar, modernizar, innovar como estipulación y, aunque la pieza no irrumpe en lenguajes atonales, sí garantiza ricas variaciones y muchas disonancias en un aparente desorden de frases y velocidades.
La batuta se deslizaba con amplitud por los enredos del pentagrama, reproduciendo la discreción y la plena potencia, con la clara consigna del estruendo partiendo de lo inaudible. Había de todo en los balbuceos de Webern, derivando en frases sin concluir – que ponderan sus forzadas armonías – a veces con pasajes para el concertino Gocha Skhirtladze y respaldos de otros violines principales – Yana Akopova y Timothy Myall – previos a sus pensamientos más veloces y a la densidad al expresarlos. Con una resolución vaporosa, la apertura implicó la primera batería de aplausos para el líder y su conjunto.
Entonces, una trompeta lustrosísima apareció en el escenario. Detrás de ella, un hombre confiado, de paso tranquilo: el maestro valenciano Germán Asensi le sonreía a Mérida para interpretar el Concierto para trompeta de Haydn, compuesto en la plenitud de su madurez, un tiempo supremo también para el Clasicismo.
El salto a otra época fue un éxito definitivo desde el primer compás. La precisión de la batuta forjaba una introducción vibrante y matizada, aprovechada con dominio por el solista. El diálogo con la orquesta funcionaba bien, a favor del refinamiento de la obra: todos buscaban algo qué responder a la trompeta, cuya solvencia implicó uno de los mejores momentos de la temporada. Flautas y violines –y sus familiares detrás– coreaban el discurso en tres segmentos de Haydn –la configuración regular de un concierto– hasta llegar a una conclusión de aplausos tan jubilosos, que hicieron regresar al invitado frente al entusiasmo que logró. Ahora, una Allemanda* de Schickhardt – contemporáneo de Bach – sería su grata despedida con nueva dosis de calidez.
Con su Segunda sinfonía, Beethoven regresaba lleno de gracia, su condición normal. La enormidad de sus proclamas y lo pueril de sus melodías, producían el estremecimiento habitual hasta volverse docilidad y entonces, reaparecía en lo álgido como cosa imprescindible. Es el Beethoven de siempre, magnánimo como un paseo por las nubes.
Bien ajustada, la orquesta hacía realidad aquella simbología dibujada en el pautado, que lleva añejada más de doscientos años sin palidecer un ápice. Así, plácemes en un movimiento y en otro más, la ejecución era satisfactoria, con elocuencia que sorprende a pesar de lo esperado. Grandes ovaciones fueron distribuidas entre la batuta y cada instrumentista, por su confesión en tropel: que la perfección sí existe.
La solidez de la orquesta no está a prueba. Si lo estuviere, la ocasión –repetida el suave domingo diecinueve de noviembre– ofrecería evidencias de su buen nivel. La alternancia entre batutas de casa y las visitantes –ojalá sigan así– ocurre sin perjuicio de la interpretación: tal es la garantía de su musicalidad, ganadora de cada aplauso recibido. ¡Bravo!
*La allemande es una composición que utiliza el recurso de repetición por secciones o simétrica. Suele ir precedida de una pieza con carácter de improvisación, como el preludio, la fantasía, etc.