El brujo caminante del Abuelo Gottdiener

En su última entrega de las memorias del taller de Enrique Gottdiener, Ariel Avilés Marín da cuenta de la misteriosa y dolorosa confección de "El brujo caminante", una talla en madera tan cruda como inquietante que vaticina los días finales del legendario escultor... ¡Una lectura imperdible!

Fotos cortesía de Elena Gottdiener.

A fines de los setenta, la salud del Abuelo Gottdiener se vio deteriorada por una afección circulatoria que mermó muy seriamente su movilidad en general y que lo sometió a fuertes dolores. Era muy conmovedor verlo trabajar en el taller, esculpiendo a pesar de las limitaciones que esta afección le causaba. Esta etapa dolorosa se reflejó en la confección de esculturas de un fuerte trasfondo, mismas en las que proyectaba lo que estaba viviendo. La relación entre las peripecias en la vida de un artista, se ve reflejada en su producción. Sin embargo, esta etapa dolorosa, en contra parte, fue una etapa de una fertilidad muy especial que abonó grandes obras a su corpus artístico.

Las figuras de esa etapa reflejaban realidades de cruda dureza, en ellas se vieron retratadas situaciones cotidianas que mostraban oficios y trabajos de la vida, para la subsistencia de los más necesitados. En este período el Abuelo rescató de sus apuntes hechos al vuelo sobre personajes reales del pueblo yucateco, los que reflejaban situaciones de gran dificultad en la vida de la gente. A esta etapa corresponden obras como: “Cortador de pencas de henequén”, personaje en el que se ve reflejado el cansancio de los hombres mayas que trabajaban en los planteles de henequén, bajo los inclementes rayos del sol; “Cortadores de caoba”, grupo escultórico en el que se puede ver el esfuerzo colectivo de los leñadores, quienes, con acopio de fuerzas ruedan el inmenso tronco recién tumbado; “Sopor”, en el que la figura de una mujer en una silla refleja el profundo cansancio de la vida doméstica que le hace quedarse dormida un instante; “Al Molino”, en el que un par de mujeres de un pueblo cualquiera, marchan equilibrando sobre sus cabezas pesadas palanganas, repletas de nixtamal; “Leñadora”, en la que una mujer cansada se inclina para amarrar con un bejuco el tercio de leña que acaba de cortar. Así como éstas, todas las obras de este período son un reflejo de dolor físico y moral.

En medio de esta dolorosa producción, el Abuelo iba realizando una escultura de formato mayor que todas las demás. Curiosamente, a esta escultura la cubría todo el tiempo con un lienzo de manta, sólo la trabajaba cuando estaba a solas en el taller; era evidente que no deseaba que fuera vista en su proceso de creación. Mi curiosidad se desató sobre la figura cubierta por la manta. No era de un formato tan grande como los bustos de Mediz Bolio, Ermilo Abreu o Eligio Ancona; tampoco tan voluminosa como Hetz Mek o La Jarana. Era mayor que las demás de ese período, y eso la hacía muy interesante para mí. Varias tardes al llegar al taller, sorprendí al Abuelo trabajando esa figura, pero él, rápidamente, la cubrió y no pude ver de qué personaje o tema se trataba. Mi curiosidad ardía, pero el Abuelo no estaba dispuesto a soltar prenda y mantuvo el misterio sobre esta figura, más grande que todas las demás en las que estaba trabajando. No hubo remedio, no pude conocer la obra hasta que estuvo totalmente lista.

Una cosa era muy evidente para mí, aquella escultura velada por la manta era muy especial para el Abuelo, pues durante su talla, lenta y cuidadosa, muchas otras figuras fueron terminadas y hasta fundidas, y aquella, voluminosa y misteriosa, no parecía tener fin. Varias veces, como de paso, comenté:

-Sí que te está llevando tiempo la escultura grande.

Pero el Abuelo sólo respondía con un:

-¡Jummm!!! Todo tiene su razón.

Pero nada más, la obra seguía cubierta totalmente. Una tarde, cuando llegué, el Abuelo cubrió rápidamente la escultura y se dejó caer con un gesto de gran dolor en la gran silleta de petatillo, esa en la que Juan Duch acostumbraba sentarse a fumar en el corredor, junto al jardín del limonero. Sudaba profusamente. Era evidente que su dolencia empeoraba cada día y así era, pues lo llevaría a tener que someterse a una tremenda y delicada cirugía en la que le fueron cambiadas venas y arterias de gran parte del cuerpo. Aquella afección era tan grave que le llevó, algún tiempo después, a la amputación de una pierna y, finalmente, acabó con su fértil vida.

Pero, dice el dicho y dice bien: No hay plazo que no se cumpla. Y así fue. Al llegar al taller, una tarde, el Abuelo me dijo:

-Ven acá- y me llevó hasta la escultura cubierta por la manta.

De un fuerte tirón quitó el lienzo y ante mis ojos apareció una figura impactante. Un viejo, contrahecho, corcovado, apoyada su mano izquierda en un pedazo de palo que le servía de bastón; su mano derecha tenía un dedo extendido que señalaba al inalcanzable horizonte. Su cuerpo, deformado por el peso de los años y no sabemos qué más dolencias, parecía avanzar con un esfuerzo supremo, acompañado de un gran dolor. Estaba envuelto en un rústico sayal burdo y cubría su cabeza un sombrero de huano. Ante mis ojos se reveló una realidad tremenda, al fin entendí por qué el Abuelo había volcado tanto tiempo de doloroso trabajo en aquella figura, sus titánicos esfuerzos, desafiando al dolor, estaban volcados en el doloroso caminante y se habían retratado con maestría sin igual, en aquella vívida y maravillosa figura, dinámica y dolorosa.

El encuentro con la figura terminada me conmovió hasta las lágrimas y estas aumentaron cuando el Abuelo se acercó a ella con el mazo en la mano, la golpeó, y llorando gritó: ¡SOY YO!

El maravilloso arte del Abuelo, había transformado su propio dolor en una figura emblemática de su amplia producción del pueblo maya, para ponerse él mismo entre sus ricos y maravillosos personajes de la vida diaria del Yucatán de una época que se ha ido, pero que el Abuelo nos ha dejado en una obra escultórica genial. El Brujo Caminante, nos mira desde su dolorosa marcha para decirnos:

¡ENRIQUE GOTTDIENER ESTÁ PRESENTE!

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