La Orquesta Sinfónica de Yucatán enaltece al Romanticismo

Los compositores alemanes Schumann y Brahms estuvieron juntos por fin en el concierto del fin de semana en la OSY, bajo la batuta de Juan Carlos Lomónaco, la cual nos llevó hacia el periodo Romántico... ¡Bravo!

Schumann y Brahms juntos por fin en el concierto de la OSY.

La importancia de llamarse Roberto Schumann fue considerada para inaugurar el cuarto programa de la Sinfónica de Yucatán, en su temporada treinta y seis. Llenó el pensamiento de cuantos aceptamos la invitación, con la promesa de otear un cielo diferente. Los motivos de Schumann -personalísimos- tienen su lenguaje propio, que obliga a escucharle con especial admiración: los grandes anteriores a él, hallaban en la docencia, en la fe y en la naturaleza, incentivos suficientes para sus pentagramas. Un porcentaje de respeto, por ejemplo en el legado de Bach, está orientado a la devoción religiosa -hasta le han llamado el “Quinto Evangelista”. Así idéntico, ha pasado con decenas de autores, de corrientes diversas, claro que también estaban los encargos para celebrar toda índole de circunstancias.

Para Schumann, en cambio, solo era necesario mirar en su interior. Su imperio creativo abastece a su composición sin agotarse, al punto de embriagarse de sí mismo, como entró a la inmortalidad. Compuso su suite o sinfonieta -que no le alcanza las medidas para ser sinfonía- con ese testarudo título de “Obertura, Scherzo y Finale”, intentando alcanzar la aceptación como la travesura que era. Cruzaba los dedos para que fuera publicada en la versión para piano solo, si la orquestal era demasiado pedir: la respuesta de hace casi doscientos años no era entusiasta, pero al menos, al compositor le satisfacían los comentarios sobre sus italianismos y giros de vanguardia. Es, por momentos, filosófico, vivaz, elocuente como aquel y como aquel otro, sin dejar de lado su formidable identidad.

El lucimiento, asegurado tanto en teatro, como en los audífonos de computadora. La orquesta se desplazó por aquella mente inmensa como estando en casa, de manera que la interpretación quedaba en medida justa. Schumann encantó ahora, más de lo que pudo en su lejano tiempo, frente a esos que no comprendieron sus osadías. Aplausos los hubo abundantes, así los presenciales como desde las burbujas domésticas.

Brahms, fiel a su destino, siguió los pasos de Schumann. Ya en escena, la primera de sus serenatas, -de su opus 11– acata las recomendaciones de la casi viuda de Schumann como las del violinista Joseph Joachim, en el sentido de extender la orquestación. Se las había presentado para una dotación menor de instrumentos, pero una palabra de ella bastaría para que el joven escribiera nuevos ensueños musicales. Desde luego, el profesionalismo del violinista -además, director- fue la cereza del pastel y así vino el incremento. Naturalmente, fue toda una reforma energética. La robustez de Brahms mezcla pasajes suaves que recuerdan a Mozart y, sin duda, a Beethoven.

Notorio mediante simplismos (que resultan no serlo) o con giros armónicos, es como acumula destrezas a su catálogo. Comparte su gracia desde el principio y, aunque hace pensar en aquellos, al final vuelve a ser él mismo y solo él. Su sonoridad se fortalece y puede llevar intención de dulzura aún en el estruendo. Pero a momentos, recapacita lo dicho con tanta vehemencia; repite en voz baja y deja que el oboe resuelva las cosas. Se endereza y parece mayor, aunque es un joven de veintisiete años, divirtiéndose para conseguir admiración; y la consigue.

Es una serenata que, ahora con la voz gigante, se aleja de la liviandad original. La interpretación -deleitable- mantuvo el espíritu del romántico alemán, como debió ser en aquella sala de Clara Schumann. Recortando las cosas, como en la sinfonía que acabó en sinfonieta o como Schubert con su “Inconclusa” del concierto anterior, la sinfónica dejó de interpretar los minuetos que completan la serenata, mostrando únicamente cinco de sus seis capítulos: entre allegros y scherzos, llegó el rondó final sin visos de minueto alguno.

Si la intención era emparejar la travesura de Schumann, de alguna forma lo consiguieron; quizá para otra ocasión podremos admirar la suma de las partes. Lo febril del Romanticismo funciona bien en manos de la sinfónica de Yucatán. Los pasajes sobrios y la gama de intensidades -con sus ritmos urdidos- estuvieron a la perfección, en cuanto a las partituras de Schumann. Brahms, por su parte, voló a las alturas de Beethoven y lanzó una obra espectacular, como no se esperaría en la serenidad de la noche. Excelente selección: acredita la madurez de la orquesta. ¡Bravo!

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