Nostalgia por el cine: Mérida en los ochenta…

Una evocadora y melancólica reflexión de David Moreno.

Los adolescentes de clase media o media-alta de la Mérida yucateca de los años ochenta, íbamos al cine por dos razones: ver una película o ver y ser vistos. Si uno quería hacer lo primero bastaba con ir a alguna de las viejas salas que existían en el centro de la ciudad como la del Cantarell, el Cinema 59 o el Cine Fantasio, en donde se podían observar películas con toda tranquilidad. Si uno quería hacer lo segundo, entonces el cine al que debías ir era el Colón y muy concretamente a una de sus funciones: la del sábado a las siete de la noche.

Porque no era lo mismo entrar a la proyección sabatina de las 4:45 o a la de las 9 de la noche en aquel cine ubicado en la Avenida Reforma, que hacerlo a la de las 7. Aquello más que una función de cine, era un evento social reservado solamente para los afortunados que varias horas antes habían logrado adquirir un boleto, aventura con la que iniciaba un largo e intenso ritual. A la función de las 7 había que asistir con amigos o con la novia o novio en turno. Era impensable ir solo, pues ello significaba un suicidio social. No era un asunto sencillo el lograr tal cometido.

Para hacerlo, uno o dos de los miembros de la partida eran elegidos para comprar los boletos. Ello implicaba ir a hacer una fila a la taquilla desde las dos de la tarde. Una vez iniciada la venta de boletos, el encargado de la misma los iba desprendiendo de una tira de cartón que se agotaba rápidamente ante la demanda de desesperados adolescentes que llevaban ya algún tiempo bajo el sol para poder adquirirlos. Sobra decir que, si uno fracasaba en la encomienda, era castigado duramente por el resto del grupo que se había quedado sin la posibilidad de asistir al Colón a la hora y en el lugar en el que se debía estar.

Lo que pasaba al interior de aquella sala era un auténtico “happening”, que en un principio, poco tenía que ver con lo que se proyectaba en la pantalla. Grupos de amigas y amigos saludándose y compartiendo palomitas en la dulcería, parejas que aprovechaban para demostrarse su amor, guerras de dulces o –lo más “atrevido”–, un condón que era inflado y que era aventado entre las butacas. Sin embargo, en medio de todo algo siempre terminaba sucediendo. Tal vez era motivado por un viaje en el tiempo a bordo de un DeLorean, por un chico que salía de una sala de detención escolar con la vida totalmente cambiada o por una patada milagrosa que significaba el triunfo en un torneo de Karate. Había momentos en los que aquella horda de hormonas adolescentes guardaba silencio y se dejaba llevar por lo que la pantalla relataba. Era el cine funcionando en todo su esplendor incluso en una función como la de las siete, en los ochenta, en el viejo cine Colón.

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            Hace más de un año que no pongo un pie en una sala de cine. Quizá por eso he sido invadido por un dejo de nostalgia y me he puesto a recordar lo que sucedía hace ya muchos años en una Mérida que ya no existe. Lo más triste es que mi memoria no alcanza a resucitar cuál fue la última película que vi en una sala de exhibición. Seguramente fue algo intrascendente, algo que elegí porque parecía lo menos malo que se proyectaba en algún complejo cinematográfico ubicado en cualquier centro comercial. Y sin saberlo, en ese momento aquella ocasión fue la última en la que asistí a una sala de cine. La última en la que seguí ese ritual de mirar la cartelera, pensar en una hora adecuada, tomar un baño, vestirse y salir de casa para llegar a tiempo a disfrutar de los cortos (“trailers”,  en su nueva y anglosajona versión) y, finalmente, distanciarse del mundo por unas dos horas.

El cine Rex, en el barrio de Santiago.

Es ese protocolo al que Francisco Haroldo Alfaro Salazar –autor del libro “Espacios distantes…aún vivos: las Salas Cinematográficas de la Ciudad de México”–,  hacía referencia hace unos años en una entrevista concedida al periódico El País:

“Ir al cine fue cambiando su sentido, pero ver una película ahí, no solo era la pantalla de gran formato. También estaba el sentido de preparación, la relación familiar, el caminar la ciudad y disfrutar en días especiales de una ruptura a la cotidianeidad”.

Una actividad que parece alejarse mientras pasamos por estos pandémicos y complejos tiempos, una actividad que nos recuerda parte de nuestra propia historia, de algo que tuvimos y que se nos ha terminado por escapar como muchas otras cosas que se han ido gracias al microscópico enemigo que ha puesto a todo el planeta en jaque. Es cierto que aquellas vetustas y grandes salas de cine que muchos conocimos en nuestra infancia y adolescencia ya no existen. Han dado paso a modernos complejos con salas más pequeñas, pero mucho más cómodas y con mejores recursos técnicos para el disfrute de la proyección. Y hoy me he dado cuenta de lo mucho que las extraño, que echo de menos el olor a palomitas de maíz de sus entradas, que añoro el encontrar el lugar que has elegido con la idea de que ahí es en donde mejor puedes disfrutar el filme y, por supuesto, esa sensación tan especial que se produce cuando las luces se apagan y todas tus expectativas se encienden.

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            Hace unos días trascendió en las redes sociales y en varios medios que el duopolio de exhibición de cine que existe en México estaba en problemas financieros. Se decía que Cinemex iba a cerrar 145 de sus complejos de exhibición y que Cinépolis tomaría medidas similares. En el primero de los casos la empresa no ha emitido palabra alguna, en el segundo Cinépolis se apresuró a publicar un comunicado oficial en el que brindaba toda su solidaridad a su competidor y aseguraba que mantendría abiertos todos sus complejos en los lugares permitidos por la autoridad sanitaria.

El Rex es el único cine antiguo de Mérida que aún sobrevive. Hoy en día pertenece a Cinemex.

De ser una realidad, el cierre de Cinemex sería desastroso para los miles de familias que dependen de los empleos que ahí se generan, pero sería también un golpe muy duro a la exhibición de filmes en nuestro país. Si las pantallas estaban colmadas por los estrenos hollywoodenses, es muy probable que al quedar con vida solamente una cadena –además necesitada de ingresos– la apuesta por los filmes que según sus criterios garanticen ingresos en taquilla aumente, esto en detrimento de aquellos que con mucho trabajo llegan a una de sus pantallas a pesar de tener todos los argumentos para poder hacerlo.

El gran reto que tienen hoy estas empresas es lograr que los espectadores regresemos a sus salas. No será algo sencillo. Más allá de la seguridad sanitaria que puedan brindar, es muy probable que la pandemia haya cambiado para siempre nuestros hábitos de consumo. Las plataformas de streaming parecen irle ganando terreno a las cadenas de exhibición. Lo han hecho aprovechándose del confinamiento, de la urgente necesidad de entretenimiento que tenemos los que podemos acceder a ellas, y también porque están produciendo y ofertando películas de varias partes del mundo, filmes con buena calidad que en varios casos superan, y por mucho, a lo que se venía proyectando en los cines.

El cine Cantarrell se encontraba sobre la calle 60, frente al Parque de los Hidalgos. Hoy en día es una tienda Elektra.

Lejos ha quedado aquella guerra que algunos realizadores y productores encabezaron hace unos años en contra de Netflix y compañía diciendo que las películas debían producirse para ser estrenadas en los cines y no en la televisión. Ahora con la crisis y con la enorme competencia que ésta ha generado, tal vez esos mismos directores han cambiado de opinión o tendrán que hacerlo si es que pretenden mantenerse con vida en el juego.

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            Muchas de nuestras más lindas memorias tienen que ver con el cine. Las películas tienen un efecto evocador sobre ellas en sí mismas, pero al mismo tiempo nos generan recuerdos sobre personas, situaciones, lugares y los momentos en los que las vimos. Si todo ello ha cambiado, es muy probable que nuestros próximos recuerdos también lo hagan. Todo evoluciona, es cierto, pero en este caso esa evolución (o involución, quizá) ha sido provocada por una circunstancia inesperada, ajena por completo a nuestra voluntad de cambio. “Nada volverá a ser como antes” dicen varios futurólogos que se apresuran a pronosticar cómo será la vida post-pandemia; por lo tanto, tal vez nuestros viajes a la sala de cine sean cada vez menores. ¿Desaparecerán? Creo que aún es pronto para dar un pronóstico de tanta contundencia.

El cine Fantasio, en el Parque de los Hidalgos, hoy en día es un teatro multiusos.

¿Será posible imaginar un mundo sin la emoción producida por pisar una sala de cine?, ¿será que el cine como acto social termine por desvanecerse ante la individualidad del consumo en el hogar? No lo sé, pero mientras las interrogantes se resuelven, sigo recordando con nostalgia aquellas noches de verano adolescente en las que salíamos de la función de las siete, abrazados, sonriendo, pensando en dónde gastar los últimos pesos de nuestros bolsillos un sábado por la noche. Y me veré ahogado en mis nostalgias, en esa agridulce sensación que provocan los recuerdos o tal vez sentiré ese dejo de esperanza que suele acompañarme al final de una gran película. Ese sentimiento de agradecimiento que nos hace pensar, irremediablemente, que todavía pueden venir tiempos mejores.

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