Piano contra piano en la OSY: Marielí Sosa y Alejandro Cámara

Había qué pensar al doble -y en alemán- para alcanzar el equilibrio. Así fue el programa doceavo de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, todavía exultante por quince años de temporadas en nuestra claroscura ciudad de Mérida. Subió aún más el volumen de su regocijo, con un doblete de compositores -modelos de originalidad- en sus clasificaciones respectivas: Félix Mendelssohn y el formidable Ludwig van Beethoven. Para manifestarlos frente al público conocedor y frente al desconocedor, el director cracoviano Adam Klocek aceptó la nueva invitación para aportar su batuta a la OSY, primera señal de una grata experiencia.

Mendelssohn, con dos obras que algunos llamarían de juventud – ambigüedad o sinsentido, ya que siempre fue joven- impuso el estilo preciosista de su tiempo. Con la obertura “Las Hébridas” opus 26, reflejó sus cualidades sensibles para crear belleza romántica al punto de la saturación. En escasos diez minutos envasa una dosis de energía en la fineza, común en la obra del genio hamburgués. La combinación de alientos y cuerdas, un diálogo delicioso que fluye sin saberse a quién prestar más atención.

El canto de las frases se enaltecía por pinceladas medianamente grandes de percusiones, al punto en que los chelos zanjaban frases empezadas por sus familiares de la cuerda. Esta, robustecida alcanzaba el clímax y lo volvía a alcanzar; ahora decía algo distinto, como un oleaje de ideas nuevas. Las voces de cavernas escocesas, de las islas Hébridas que asombraron al compositor, se adelgazaban hasta volverse brisa, serenada en la ambivalencia de los violines primeros, con un concertino Collins Lee casi siempre perseguido de cerca por sus correligionarios.

En tal marcha, deslizaba sensaciones que iban surgiendo en creación constante, trayendo otras diferentes. La plétora de sus argucias llenaba el recinto, con la merecida premiación de ovaciones. Detrás de esta primera entrega mendelssohniana, el acontecimiento fuerte sobrevino: su concierto adolescente para dos pianos en Mi mayor, obra pensada para disfrutar con su hermana y con una sorprendente historia detrás. Mendelssohn, nacido en cuna de oro, supo que su destino estaba trazado para situarse entre los grandes maestros de la Historia.

Conforme ascendía en su escalera profesional, como no es extraño en los creadores, fue modificando su pensamiento al respecto de esta obra. Las ideas de sus catorce años cedieron ante su madurez musical y el compositor adulto corregiría al novel, como necesario registro de su evolución. Pero todo se llega a saber. Hoy existe la prueba de cómo aquel niño sabio escribió un pautado su original, hallado para feliz constatación, en la libertad de Berlín luego de destruir su horrible muro, a finales de los años ochenta del pasado siglo. Nuevamente en número par, la charla pianística entre los maestros Marielí Sosa y Alejandro Cámara fue idónea y engranada.

Como los hermanos originales, eran una dupla que compartía frases de alegría constante, en sustancia de una música para compartir. Lo dicho por uno era secundado por la otra, en una suerte de abrirse a la amable discusión para decir las frases más lindas del no tan adagio, segundo movimiento de ese logro musical. Desde el allegro vivo hasta el allegro del final, el canto pianístico del joven Félix pudo ser magnificado con mejor acústica, quizá considerando su casona y menos al teatro, llevando mayor concordancia con la sala de su ostentoso domicilio, para solaz suyo y de su hermana.

Una ráfaga de aplausos fue obsequiada a la demostración de la inmensa partitura. Y sin gran espera, tras la desaparición de los pianos, el escenario recibió de nuevo las indicaciones del maestro invitado. Ahora Beethoven, con su sinfonía sexta, la “Pastoral”, resurgió lleno de gracia, como no hay otro modo para definirlo. Cuatro partes oscilan entre ritmos alegres y encierran un venerable andante con movimiento, que en su gran conjunto están exentos de los heroísmos tradicionales, aunque por momentos vocifera -angelicalmente- para describir un entorno lleno de matices y de situaciones.

Al amparo de una composición beethoveniana, la audiencia vivió una emoción distinta de la exaltación cotidiana a base de trompetas y una profusa dotación percutiva. Sin perder las dimensiones de su patrimonio artístico, Beethoven se reinventa y plantea un lenguaje ni siquiera imaginado por sus coetáneos. La copa de la dulzura se vierte sobre quien escucha. Todo es terso, apenas manifestando grandes acentos. Cae en lo tremendo con tanta magia, que insospechadamente llenaba el recinto con su paisaje fantástico, el de su imaginación. Prosigue sus acentuaciones marcadas, va creciendo y decidía finales de frases con la trompeta de Rob Myers.

La orquesta brilló con atributos grandes en su interpretación. Los metales se lucieron como estandartes o como pajaritos; cada estipulación de la partitura fue obedecida con ahínco. La visita de un director invitado fue tan adecuada como la guía habitual, lo que deja en certidumbre que quince años forjaron un carácter para todos los moldes. Respecto al repertorio, a quien se deba su configuración, merece un aplauso. Fue el balance exacto entre dos sonoridades que ni remotamente se hacen mutua sombra; fue el atinado aviso de una temporada que finaliza marcada por la celebración y que a la breve cerrará con italianismos de ópera, para entonces, con la dote de Pietro Mascagni.  ¡Bravo!

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