Fiesta de clásicos extraordinarios en la OSY

William Broverman y Todor Ivanov presentan excelente dueto de trombones

La Orquesta Sinfónica de Yucatán, cuidadosa como siempre en sus selecciones, ha presentado un delicioso esquema de compositores. El veintitrés de febrero de dos mil dieciocho, en ocasión del tercer programa dentro de su temporada enero – junio, propuso a tres consagrados de esa virtuosa zona antaño conocida como el imperio austrohúngaro, notable entre otras cosas, por sus lazos de parentesco con el coloso germánico. Franz Liszt y Johannes Brahms enmarcaron la participación de Frigyes Hidas con obras que impulsaron explosivas ovaciones, sincero reconocimiento al virtuosismo en cada interpretación.

Pese a ser uno de los estándares frecuentes, incluso allende las salas de concierto, la Rapsodia Húngara Núm. 2 de Franz Liszt, sigue asombrando con su fuego renovado de belleza sinfónica. La altísima calidad de la ejecución, como es costumbre de la OSY, muestra una paradoja de encuentros y de conceptos. Al escucharla, para el novel, es la explicación abecedaria de lo que una orquesta sinfónica es y lo que puede hacer. Para el adepto, es una reconciliación de lo gastado con la inspiración en vivo de un genio inmortal. La espontánea vibración del aplauso confirmaba la honrada estimación por obras como esta. Los once minutos de su duración fueron suspiro de lo que llegaría a continuación.

El momento central fue un acontecimiento que puso varias cosas al descubierto. La primera, erradica la noción popular de que una sinfónica solamente ejecuta repertorios antiguos; o, a decir de los vulgares, música de abuelitos. En este contexto, Frigyes Hidas, compositor húngaro contemporáneo, cuya obra ha sido amplia en sus alcances al involucrarse con el ballet, el concierto y la cinematografía, ciertamente establece muchas diferencias con sus predecesores de otros tiempos. Posee un lenguaje que resulta de combinar sonidos en dotaciones diversas, hasta inusitadas se diría. Sus sonidos acicalan la armonía logrando una atmósfera de ensueño, con lances de estruendos mesurados, que evitan trasgredir el ánimo, que en todo caso lo eleva con la sencillez de su discurso.

El segundo detalle consistió en posicionar en otra esfera los timbres de trombones combinados, considerados tradicionalmente, junto con la tuba y sus hermanas trompetas, propela de exacerbación según cada compositor y solo cuando fuere necesario. Los maestros Todor Ivanov y William Broverman, exploraron la gama de recursos de sus respectivos trombones tenor y bajo, expresando una musicalidad poderosamente dulce y heterogénea, no obstante la franca potencia de sus fortes y de sus fortísimos. El Concierto para Dos Trombones, en las tres porciones que lo integran, fueron ejemplo delicado de todo lo magnífico que se puede recibir de los tales metales, curiosamente agazapados en espera de una oportunidad para cantar. Una vastedad de riqueza sonora radica en cada instrumento, no obstante pudiera permanecer en lo más discreto de una familia de sonidos.

El reconocimiento público a las destrezas de los solistas trajo consecuencias. A la sazón de una tercera oleada de aplausos, esta vez en forma de dueto, obsequiaron una obra riquísima de curiosos detalles, el Vals del Diablo, de Steven Verhelst, que dio continuidad a lo contemporáneo de su participación previa. Uno acompañando al otro, luego en contrapunto y en viceversas cíclicas, refrendaron el estatus del trombón como digno de ser protagonista. La ovación por esta fineza, dejó las caras alegres en los intérpretes así como en su amplia audiencia.

Johannes Brahms, empedernido en su garbo y refinamiento, arroja un bálsamo espiritual con toda calidad de matices. La constante inicial que le identifica, la profundidad, irradia el lirismo de su fraseo sin menospreciar a ninguno de sus compases: en todos habita un soplo de energía vital. Su Sinfonía No. 2, Op. 73 resultó ser tal como predijera el director de la orquesta: una catedral musical. Recrea perfectamente esa sensación de esplendor e inmensidad, de querer abarcar en una mirada – sin lograrlo – la profusión de detalles, repetidos ad æternum en su plenitud de belleza y de poesía. Sus cuatro fracciones son horizontes de paisajes que escapan a la descripción más minuciosa. La sinfonía transcurre entre allegros y allegrettos, embellecidos de gracia y de canto vigoroso.

Desde el primer movimiento, Alegre Pero No Demasiado, Brahms toma del brazo a Beethoven y sigue transmitiendo su mensaje, con nuevos acentos, opuesto a las tendencias de Romanticismo que ocurren a su alrededor. Hace alianzas de alientos en contexto fastuoso con las cuerdas. Cincuenta y cinco músicos, duplican el estándar de una orquesta de cámara, pero con eso, la sinfónica mantuvo la suficiencia y el poder para decir, en términos del segundo Johann más grande de la Música, cómo se crea una impresionante arquitectura musical. La sensación final, como suele suceder cada vez que toca la Orquesta Sinfónica de Yucatán, es de haber perdido la noción del tiempo, con el azoro de esperar más. Lo bueno es que sí, vendrá más. ¡Bravo!

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