El poeta de Ochil

En un episodio más de las crónicas del taller del abuelo Enrique Gottdiener Soto, la pluma de Ariel Avilés nos cuenta la historia detrás de la escultura del escritor de "La tierra del faisán y el venado": don Antonio Mediz Bolio.

Crónicas del taller del “Abuelo” Gottdiener Soto.

Como ya he consignado en un relato anterior, al inicio de la década de los 70’s, el Abuelo Gottdiener inició la elaboración de una serie de bustos, todos ellos de personajes destacados de Yucatán. Una noche, el Abuelo había iniciado sus labores cuando sonaron golpes en la puerta de la calle. Al ir a abrir, el Abuelo se encontró con el gobernador del estado, el periodista Carlos Lloret de Mola Mediz. El Abuelo hizo pasar al gobernador, quien tomó asiento en uno de los butaques del estudio. En seguida, el funcionario expuso el motivo de su visita: – Enrique, estoy enterado de que estás haciendo unos bustos de yucatecos ilustres; quisiera saber si has contemplado entre ellos al poeta Antonio Mediz Bolio.

El Abuelo sonrió y de inmediato invitó al gobernador a pasar a la segunda pieza del taller, en donde, en un largo mueble de madera, sobre bases giratorias, estaban ya en proceso de elaboración los bustos de célebres personajes del arte y la cultura de Yucatán. En el tercer sitio, sonreía desde su base de madera, una gran figura empezada a trabajar en plastilina, era la de Don Antonio Mediz Bolio, a quien el Abuelo había bautizado ya como: El Poeta de Ochil. – Precisamente es uno de los bustos que había proyectado, y que ya estoy elaborando, respondió el Abuelo a Carlos Lloret. – Pues adelante con él – dijo el gobernador – ya luego te explicaré a dónde estará destinado. El Abuelo acompañó hasta la puerta al gobernador y se despidieron afectuosamente.

Los días y noches siguientes, fueron muy calurosos, pues era el mes de abril, y el Abuelo se llevó la poco agradable sorpresa de que, el busto de Mediz, por ser de plastilina, cada vez que regresaba al taller, había sufrido modificaciones, pues el calor tan intenso ablandaba el material del trabajo y éste se iba chorreando, haciendo lucir diferentes las facciones del retratado, en especial, esto afectaba nariz y orejas de la figura. El Abuelo me dijo: – Tengo que buscar la forma de que el calor no me modifique las facciones, si no, esto va a ser cuento de nunca acabar.

Pasaron varios días, y una noche, al llegar al taller, el Abuelo me dijo: – ¡Eureka! Ven a ver. La cabeza de Mediz estaba totalmente cubierta de toallas. – Se me ocurrió que, protegiendo la escultura con toallas mojadas en agua fría, se evita que el calor vaya suavizando la plastilina,  así las facciones no se alteran, me dijo con gran alegría el Abuelo. Varias semanas más, trabajó el Abuelo el busto de Mediz. Una noche, antes de irnos, el Abuelo me dijo: – Mañana ven temprano, para que no te pierdas la que será la prueba de fuego del trabajo. Crucé la calle, camino a mi casa, y me iba preguntando ¿cuál sería aquella prueba de fuego de la que había hablado el Abuelo?

La tarde siguiente, regresé de la Escuela Modelo con más prisa que de costumbre, para estar cuanto antes en el mágico taller, para atestiguar lo que iba a ocurrir. Como siempre, llegué y me dispuse a preparar el café y servir los pistaches, para cuando empezaran a llegar los concurrentes de esa noche. Apenas había empezado con mis deberes, cuando sonaron golpes en la puerta. – Deben ser ellas, dijo el Abuelo con emoción. Fui a abrir la puerta y me encontré a un par de elegantes damas a las que desde luego hice pasar al salón de los butaques. El Abuelo salió inmediatamente a saludarlas y así me enteré que eran, Doña Lucrecia Cuartas, la viuda del poeta Mediz Bolio, y la poeta María Cristina Ceballos, que era algo así como la dama de compañía de la señora. Ya en la otra habitación, el Abuelo llevó a las damas ante el trabajo cubierto con las toallas mojadas y de inmediato procedió a descubrir la figura.

Al quedar descubierta la obra, Doña Lucrecia cayó de rodillas, llorando y llevándose las manos a la cara, María Cristina no salía de su asombro y repetía: – ¡No puede ser, no puede ser! Aquella, había sido la prueba de fuego de la que había hablado el Abuelo, pues con su asombro, aquellas mujeres habían dado al busto de Mediz Bolio la mejor calificación que podía haber, Doña Lucrecia y María Cristina, eran las dos personas más cercanas al poeta en sus últimos tiempos de vida. Cuando las damas se fueron, el Abuelo me dijo: – Ahora sí, esto ya se puede ir a la fundición. El Abuelo había cumplido así con su costumbre de que, en el caso de las esculturas que eran retratos de algún personaje, contaran con la aprobación de alguna persona calificada para cada caso.

El 12 de septiembre de 1970, en un gran salón del Palacio Cantón, se inauguró una gran exposición de obras de Gottdiener, la gran mayoría era representación de personajes populares del pueblo maya de Yucatán, salidas todas de los apuntes que el Abuelo había tomado directamente en los pueblos a donde lo llevaron las misiones culturales, primero las vasconselistas y posteriormente las cardenistas. Pero la figura central, la que concentró la atención de la gran mayoría de los asistentes, fue la titulada: El Poeta de Ochil, el retrato de Antonio Mediz Bolio.

Poco tiempo después, el gobernador Lloret de Mola comunicó al Abuelo su proyecto, un busto del poeta, ya fundido en bronce, sería colocado el final de la avenida principal del Fraccionamiento Campestre, y otro, sería puesto en el Paraje Ochil, última morada del gran escritor; éste sería colocado en una base, a la sombra de una ceiba, como consigna el título de la importante obra de Mediz: “A la Sombra de mi Ceiba”. Allí permaneció muchos años. Después de la muerte de Doña Lucrecia, el Paraje Ochil fue vendido, y el busto del poeta fue trasladado a los jardines del Centro Estatal de Bellas Artes, donde permanece hasta hoy, y muy propiamente, a la sombra de una ceiba. El destino del Poeta de Ochil, parece haber sido sellado por el destino.

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