El aliento de Smolcakova triunfa con la OSY

La tarde del viernes 20 de mayo de 2022 presagiaba una velada estimulante. En el Peón Contreras, la Orquesta Sinfónica de Yucatán afinó, puntualmente, ante su público devoto y, a continuación, interpretó el onceavo programa de su temporada número 37.

Luego del saludo de rigor y las explicaciones del director Lomónaco, los músicos comenzaron con el “Preludio a la Siesta del Fauno” de Claude Debussy. Esta obra sinfónica se inspiró en un poema del simbolista Stéphane Mallarmé. Los versos relatan, con imágenes de gran finura, las evocaciones que un fauno se hizo, al despertar, de sus últimos encuentros amorosos. Las ninfas de Mallarmé son perfecciones escurridizas e insaciables, estatuas que solo se admiran en la oscuridad; por ello, cuando la creatura mitológica recupera la consciencia, hasta el último de sus poros revive el gozo de sus conquistas.

Debussy estrenó su “Preludio” en París, a fines del siglo XIX, y, desde aquel entonces, su obra seduce a quien la conoce. En lo profundo del bosque resuena, al atardecer, una flauta y, semiocultas en la espesura, caminan figuras extrañas cuyos ojos nos invitan a seguirlas. El harpa en Debussy es una reminiscencia de la Grecia primitiva y la orquesta, como en pocos poemas sinfónicos, provoca sensaciones que pasan sobre el cuerpo cual pies felinos de mujer. La flauta, con feminidad dulce, empuja a la música hacia el éxtasis. El “Preludio” nos traslada a un prado de lirios y orquídeas, los instrumentos, creaturas de una selva flotante, nos rodean y sus notas quedan estampadas en nosotros, como besos en los labios de ese fauno afortunado.

Hay muchas grabaciones célebres del “Preludio” pero quien no ha visto cómo lo interpreta una sinfónica desconoce detalles que tan solo pueden apreciarse en vivo. Uno de ellos es ver cómo los músicos se encaminan al final de la pieza con el rostro tranquilo y el tacto firme. Lomónaco, junto con la Orquesta Sinfónica de Yucatán, ha logrado expresar, luego de muchos años de práctica y esfuerzos, poemas sinfónicos completos y atrevidos que disfrutamos, sin escándalos, remordimientos ni culpas.

Llegó entonces el momento que ansiábamos muchos. Entró al escenario Lenka Smolcakova, flautista de origen checo, con elegante vestido negro sin mangas y brillos de plata, pendientes y dije color de la noche.

Smolcakova arribó a Mérida con la misión, nada fácil, de interpretar el concierto para flauta de Jacques Ibert. La riqueza de esta pieza hizo declarar a esta artista -en una entrevista reciente- que ansiaba, desde hacía años, desempeñarse como solista de esta composición, acompañada por una orquesta.E

sta oportunidad se cumplió, finalmente, en el Peón Contreras y, adelantándonos un poco, cabe destacar que la virtuosa trasladó todo su entusiasmo al instrumento y que domina, a la perfección, las técnicas del aliento, la postura y la presencia.

En cuanto al concierto, la orquesta tiembla y, luego de un suspenso, más fugaz que un segundo, deja surgir como gotas de lava los trinos de una flauta que arde con énfasis nervioso; luego de esta entrada, Smolcakova encaminó las magnificencias de las percusiones y trombas con sonriente revoloteo. Esta sinuosidad coqueta no pudo ser sofocada por las tensiones ni los derrumbes a su alrededor; por último, el Allegro inicial de Ibert concluye tan violentamente como comenzó.

El segundo movimiento, Andante, ha sido descrito por Smolcakova como un ensueño. El instrumento solista, luego de dominar a los elementos a su alrededor, dialoga lentamente con ellos como si quisiera convencerlos con su pronunciación reposada. En pasajes, como al interior de una gruta, el timbre de la flauta se abre paso entre goteras y cruces tenebrosos, aun así, como si manos seguras la sostuvieran en los trechos más difíciles, la melodía emerge hacia galerías luminosas. La interpretación en parejas de flautas, oboes, cornos y fagotes, pareciera -en la partitura de Jacques Ibert- un homenaje al amor filial.

El Allegro scherzando que culmina el concierto es una batalla. La orquesta se impone al principio y el instrumento solista la desafía, baila en círculos como una mariposa que asciende a lo más alto, para luego caer en espirales. Los arcos saltan en pugilato de pizzicatos. De pronto, la persecución se modera, y pareciera que regresamos al adagio previo, más que a un respiro, la orquesta se entrega a un mareo con marcados tintes de embriaguez. Entonces, sin previa notificación, retorna el revuelo inicial y, cual un enjambre en frenética reconciliación, todo se hunde estruendosamente en el silencio. Smolcakova triunfó, una voz tremenda -que ya reconocen todos- la aclamó con un ¡Bravo! Y la solista regresó luego de que los aplausos se prolongaron.

Ahora bien, quisiera retroceder algunos minutos para contar a mis lectoras y lectores una experiencia que el público de Mérida se perdería si viviera en Suecia o en París. En el imponente vestíbulo del Peón Contreras, a ambos lados de la escalinata de mármol, ha sido necesario colocar un par de ventiladores descomunales por su tamaño que, pese a su talla, poseen motores discretos. El resultado es refrescante y se agradece.
Por otro lado, en el mismo vestíbulo, mientras algunos esperaban a sus acompañantes, con el boleto en mano, es posible observar una escena de alfombra roja puesto una joven fotógrafa vestida en negro y pendientes de metal de borla encarnada solicita, amablemente, a las parejas más elegantes que le regalen una sonrisa para retratarlos, antes de ingresar al lunetario y las plateas.

En la segunda parte del concierto, se pasó del siglo XX al XIX. Robert Schumman compuso y estrenó la cuarta de sus sinfonías el año de 1841. La composición da inicio con un primer pasaje misterioso, bastante lento, y cuyo suspenso termina en fatalidad. Ésta se desata como una persecución en la que los metales exhalan y las cuerdas conectan con emociones contrastantes. El segundo movimiento destaca por sus formas graciosas, las cuales surgen entre un galanteo de vaivenes; este remanso, a veces tierno y sentimental, lo corta abruptamente un agitado Scherzo con ecos premonitorios de la primera parte de la sinfonía. El protagonismo recae en los matices profundos de las cuerdas y en los metales que, cual remolino, nos atraen hacia una la agitación casi marcial.

El final llega como una tormenta cuyas ráfagas simétricas se aproximan, cada vez más, hacia un temblor. El último movimiento de la cuarta sinfonía de Schumann despliega destellos de genialidad en cada una de sus notas; así, rebosa en apresuramientos, en escalinatas invisibles y convulsiones que son tranquilizadas por jubilosas entonaciones de esperanza.

Smolcakova, Lomónaco y la Orquesta Sinfónica de Yucatán lograron, en este mes de mayo, que las y los melómanos de Mérida se pongan de pie y les expresen, con sus palmas, el más sincero agradecimiento por llenar su noche con una música hermosa. Cada una de estas intrigantes composiciones, a partir de hoy, volverán a nuestra mente en más de un despertar.

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