Amar el cine: Las razones de una pasión

No hay duda: cualquier persona puede llegar a ser cautivada por el cine.

Así arrancaba el amarillento y deshilachado libro que descubrí en una librería de rebajas aquella tarde de otoño en 1998; mismo que llevaba por título “Cómo Acercarse al Cine” (Conaculta, 1989), con la autoría de Leonardo García Tsao (aquí puedes leerlo en línea). El primero de muchos para mi evolución de espectador promedio a observador comprometido. Única copia en existencia. A mis quince años, ¿qué sabía yo sobre el cine, fuera de los boletos al 2×1 o las rentas en video clubs? Era una actividad más, una mera distracción… nada demasiado importante.  Hasta que comencé a leer ese libro (que pueden descargar aquí).

Hoy en día, rescatar esa clase de literatura de la oscuridad de un anaquel es tan corriente como un chiste de Pepito. Sobre todo porque los secretos en sus páginas son cualquier cosa menos secretos. Casi toda obra fílmica, al igual que su bibliografía pertinente, nos espera a unos “clicks” de distancia. En ese sentido, no sorprende que Mérida presente señales de fertilidad alrededor del séptimo arte. Mientras que años atrás las proyecciones del Mtro. Mario Helguera Bolio representaban el único refugio para degustar un “menú” fuera de carteleras comerciales, otros espacios para una cultura cinematográfica más incluyente han brotado en tiempos recientes. La “democratizadora” tecnología digital ha hecho concebible el uso personalizado de herramientas básicas para la producción audiovisual. Y para quienes no hacemos cine pero escribimos sobre él, con un mero blog el cielo es el límite.

Es verdad; de diferentes maneras, hay mucho cine en Yucatán. De hecho, hay tanto que hemos llegado a tomarlo como algo por sentado. Nos hemos malacostumbrado a tenerlo sin molestarnos en pensar de manera seria respecto a él. En la medida en que disfrutarlo no implique esfuerzo o sacrificio, corremos el peligro de diluir su importancia. De relegarlo a niveles superfluos y cobardes. A mediocres parámetros de apreciación obedeciendo a gustos en vez de conocimientos y sustituyendo argumentos por relativismos.  A estudiantes de producción cinematográfica asumiendo erróneamente que por saber mover una cámara tienen idea de lo que es una puesta en escena. O que con tan solo pegar un plano con otro conocen el significado de la palabra “montaje”. A organizadores de festivales que no han manejado algo más complicado que un horno de microondas, caer en la falacia de que una proyección consiste en llegar a la hora justa de la misma, introducir el DVD o Blu Ray en el reproductor y oprimir “play”. O programadores culturales en espacios municipales cuyos pobres puntos de referencia los hacen entender por “espacio alternativo” el armado de ciclos de cine centrados en un actor o director con una filmografía al alcance de todo el que posea una cuenta en Neftlix.  En ese sentido, el cine suele hallarse en manos de gente que presume amarlo, pero que en realidad no lo comprende y, por lo tanto, mucho menos lo merece.

Desde hace más de diez años el interés por la actividad cinematográfica en Yucatán y el número de espacios técnicos para nutrirlo se ha incrementado. Cursos, talleres, seminarios, diplomados, festivales y convocatorias se han multiplicado como si fuesen Oxxos. Esto ha ocasionado que ciertas preguntas sean planteadas cada vez con mayor insistencia: ¿Cómo consolidar una industria cinematográfica en Yucatán? ¿Cómo formar a más y mejores cineastas? ¿De qué manera liberar a quienes sueñan con llegar a serlo del estigma cultural asociado a la profesión? Preguntas legítimas; sobre todo considerando el innegable impacto de Yucatán en la historia del cine mexicano como responsable del primer largometraje de ficción en el país (1810 o Los Libertadores, 1916).

Algunas personas, dentro de la engañosa euforia de esta abundancia, han declarado que dichos objetivos están en proceso de cumplirse; o incluso que han sido cumplidos. Sin afán de ser aguafiestas, me declaro fuera de tal grupo. No por oponerme al prospecto de una industria estatal propiamente dicha, sino por considerar incorrecto el ángulo desde el cual se han planteado las interrogantes para justificar la necesidad de que tal industria exista. El “¿cómo?” debería más bien ceder espacio a un necesario “¿por qué?” ¿Por qué queremos una industria cinematográfica? ¿Por qué capacitar y reclutar a cada vez más jóvenes para que formen parte de ella? Y sobre todo… ¿Por qué tantos insisten en dedicarse al cine?

Al igual que en cualquier vocación, sobra la gente que elige el cine por motivos menos que congruentes. No diré cuales merecen ser vistas como lo último. Pero las más comunes de ellas suelen materializarse en respuestas del tipo “porque tengo historias que contar”, “porque necesito expresar muchas cosas”; o mi favorita personal, “porque amo el cine”. En rara ocasión me he topado con una motivación que, lejos de corresponder a idealismos abstractos o pretensiones de auto – superación, denote una meditación profunda, real y concreta alrededor de lo que esa persona espera que el cine aporte a su vida; así como también de lo que ella espera aportar al mismo. Yo, por ejemplo, amo las hamburguesas. Pero no por tal motivo tendría el más mínimo interés en ser gerente de un McDonald´s.

Algunos insisten en referirse a este amor con el nombre de “cinefilia”; término que no posee ni tendría por qué poseer en sí mismo connotaciones de índole negativa. Al contrario. ¿De qué otro modo podría entenderse, básicamente, que como “el amor por el cine”? Hasta su etimología de raíz latina delata dicha naturaleza (kine, alusivo a “cinética” o “movimiento”; y phylos, correspondiente desde luego con “amor” o “afecto”). Y no dudo que muchos de quienes coinciden (o que al menos se sientan aludidos) en las características anteriormente descritas estén convencidos de tener ese amor en su corazón. Sin embargo, no se tiene que ser Cesar Lozano para saber que el verdadero amor se muestra con acciones más que con palabras. Y es en este sentido que quizás sea sanamente necesario echar un segundo y más crítico vistazo a la coherencia de estas emociones.

La estudiosa cinematográfica Annette Michelson afirma que la cinefilia no existe de manera específica como tal; sino que más bien hay que pensar en ella de diferentes formas. Con esto en mente, aprovecho la oportunidad para compartir la cinefilia en la que sí creo. Una no con razón de ser en gustos selectivos ni en su mero disfrute, sino en la conciencia de lo terriblemente frágil que el cine. La misma que condujo a pioneros como Henry Langlois a crear la Cinemateca Francesa. Sin las comodidades que hoy presumimos en streaming, descargas, Blu Rays, DVD´s, e incluso en cassettes de VHS y Betamax, veían en cada negativo sobreviviente a la inflamabilidad, al extravío, a las Guerras Mundiales, o bien al deterioro físico, la materialización de un milagro. El milagro de algo tan único y escaso que, contra los pronósticos, seguiría en el mundo cuando ellos se hubiesen ido. Los fundadores de esta Cinemateca, o más bien, de este refugio, de este santuario, amaban el cine no solamente porque les entretenía; sino porque sabían que en cualquier momento podían perderlo.

Este “amor” por la cual la comunidad y la juventud de nuestro estado presuntamente manifiesta en muchas ocasiones una carencia tan común como imperdonable: la de estar dispuesta a entender cómo funcionan las películas; por lo menos lo suficiente como para tener por ellas ya no un “amor”, sino auténtico respeto. En muchas profesiones se sobreentiende que cualquiera con aspiraciones serias a formar parte de ellas necesita estar familiarizado con sus principios teóricos. Pocos dudarían que la responsabilidad de un estudiante de medicina incluiría no solo memorizar órganos, sino también comprender sus funciones, complejidades e implicaciones; conceptualizando el conocimiento de manera que forme parte de su proceso diario de toma de decisiones. Lo mismo se puede decir de un carpintero con la madera, un cocinero con los utensilios o un electricista con los cables.

El respeto a sus materiales deriva del conocimiento y actitud con que los usan. En el caso de las películas, prevalece una triste excepción. Las razones son bastante variadas. A falta de enumerar todas por limitaciones de espacio, me tomaré la libertad de señalar una: la trágicamente cimentada y nociva actitud de que ellas existen solamente para nosotros y no al revés. De insistir en considerarlas como meras unidades desechables de ocio de las que tenemos derecho a esperar todo y a no deberles nada. Pero, sobre todo, de la ignominiosa apatía cuando se trata de llevar a cabo el más mínimo esfuerzo por entrar en contacto con lo que hay que en su interior y que se supone que tanta “cinefilia” por ellas nos inspira.

Mi llamado a una nueva forma de compromiso se encuentra dirigido a quienes conforman el panorama cinematográfico en nuestra entidad sin mayores motivos que los acrediten además de su “pasión”. Quienes se perciben así mimos como críticos profesionales mientras usan términos como “crítica” y “reseña” en calidad de sinónimos. Los “expertos” en Stanley Kubrick que no conocen otra obra suya aparte de “Naranja Mecánica” (1971). Lejos de un ataque o un reclamo, estas líneas constituyen una invitación a la sensatez. A sacudirse las pretensiones y armarse de valor para admitir que saben muy bien que no saben. O por lo menos que no saben tanto como ellos suponen. Vean. Lean. Reflexionen. Argumenten. Mantengan la pasión, pero no permitan que los controle. No se limiten a decir “amo el cine”. No insulten ese amor dándolo por sentado.

No pretendo ser mejor que ustedes. De hecho, estoy seguro que ninguno repitió tantas veces estos errores como un servidor. García Tsao no cambió al instante mi manera de entender el cine. Pero constituyó la primera etapa de un extenso viaje de auto-reflexión, en cuya actualidad me siento bastante seguro para seguir apreciándolo y cuestionarme el por qué es importante para mí. ¿Por qué hay películas que no puedo dejar de ver? ¿Por qué hay otras que jamás desearía haber visto? ¿Por qué estoy dispuesto a usar uñas, dientes y argumentos en defensa de unas y a cuestionar amistosamente quienes hagan lo mismo por otras? ¿Por qué me niego a minimizarlo con etiquetas como “hobby”, “afición” o “pasión”?  Quizás porque, como en todo amor verdadero, no puedo darme el lujo de medias tintas.

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