“El séptimo día”, un cuento de Mario Lope

En "El séptimo día", Mario Lope Herrera firma un relato hereje, pecaminoso y seductor, no apto para las buenas conciencias. Pero si usted está libre de moralismos, le invitamos a leerlo bajo su propio riesgo...

Tengo una tía que reza rosarios. Presume en reuniones su ayuda a drogadictos de un centro de rehabilitación. Dice que soy hijo del demonio. Se lo confesó a mi abuela. Una tarde, harto de estar en su casa, tomé unas ramas del jardín y las puse en mi cabeza como corona de espinas. Alcé los brazos en forma de cruz y dije asqueado de aburrimiento “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Escandalizada, corrió dentro de la casa y salió con una botella de agua para rociármela en la cabeza.

No entiendo lo que se dice ser normal. Toda mi educación estuvo basada en correcciones, posturas, pensamientos, frases absurdas: siéntate bien, no hagas ruido al masticar, no mires así a las mujeres, no te toques ahí, saluda a tus tíos, no jures en vano, no te comas las uñas. Como si hubiera nacido con todos los defectos posibles. Como si mis padres tuvieran que expiar sus actitudes pretéritas con las mías.

Así son todos en mi familia. Todos en general.

En sexto grado, cuatro compañeros y yo platicábamos de miembros masculinos. Quién de nosotros ya tenía vello púbico. Dos de ellos habían dicho que apenas unas tímidas espigas doradas nacían del tronco de sus sexos. El otro decía que lo tenía grande, que no esperaba para tener 18 años e imaginar la talla viril de su masculinidad. Harto de la estúpida emoción de mis precoces acólitos de banca, me bajé los pantalones y les mostré una erección salvaje. Acabé en la dirección. ¿Cuál fue mi defensa? ¡Hablábamos de penes! ¿Qué esperaban que hiciera?

Esa noche soñé que la directora de la escuela me obligaba a participar en una obra de teatro. Tenía que personificar al judío que murió en la cruz. Me negué. Dije que me gustaría hacer el papel de Judas. Escandalizada, la mujer llamó a mis padres. Cuando llegaron yo estaba desnudo, con otra erección de potro cerrero. Mi madre, escandalizada, objetaba a la directora su falta de severidad administrativa ante mi actitud. ¡Castíguelo, señorita directora!

Me obligaron a construir mi propia cruz. A hacerla de mandamientos estériles para domar al animal que llevo dentro. En el sueño todos tenían cara de pene. Pero algo extraño había en todo ello. Mi tía estaba rodeada de drogadictos que le enseñaban su miembro y ella les daba bolsitas de un polvito blanco. Desperté sudando y escuchando gritos ahogados en el cuarto de mis padres.

Mis primos comenzaron a creer que era homosexual. Puto, decían. Cuchicheaban los domingos en casa de la abuela. Murmuraban. “Se sacó el pito por puto”. Mi prima la mayor mordía una paleta y me miraba con lascivia. Yo sí sabía que era una puta. Como para recordarle que cuando tenía cuatro años me llevaba al patio con el pretexto de ayudarme a orinar. Me bajaba el cierre del pantalón y lo sacaba. Orinaba. Pero después lo sacudía con emoción y jugaba con el prepucio. ¿Yo qué culpa tenía de habérmela sacado en el salón?

Eso no entendía mi tía. Lo único que hice fue pedir ayuda. ¿Por qué me has abandonado? Yo, que buscaba respuestas, no era capaz de comprender nada. Y eso que dudaba de la existencia de un ser superior que todo lo podía. Y si así fuera, ¿para qué el pudor? ¿Para qué hablar tanto de una cosa si al verla todos se escandalizaban? Quería, exigía respuestas.

Pero nadie las daba. Todos buscaban decir lo indecible con palabras decibles. Todos buscan luz propia en la oscuridad ajena de ciertos rincones. Todos se sonrojan cuando buscan a ese ser todopoderoso con un bagaje pudoroso que han transgredido.

Mis sueños eran cada vez más extraños. En uno de ellos morí y fui al cielo. Un hombre cuya cara nunca pude ver porque el resplandor me lo impidió, balbuceaba algo en otra lengua. Palabras que no puedo explicar ni con sonidos. Eran como algoritmos. La Matrix, pensé. Hasta que vino un sujeto en bata blanca y me dio unos audífonos. “Póntelos, buen hombre”, dijo, y se fue. Obedecí. Pero tampoco entendía nada. Hablaba mi lengua, pero lo hacía como intelectual latinoamericano del siglo XX. Nadie comprendía nada. Hasta el hombre de bata blanca tenía cara de “por qué me has abandonado”.

En el desayuno le conté el sueño a mis padres. El hombre que dice ser mi papá untaba pan dentro de la yema de su huevo y dijo (con una tranquilidad que le costaba uno de lo que se estaba desayunando) que me tenían que llevar al psicólogo. La señora de pelo revuelto y mandil que apestaba a fritanga, mi madre, apenas alcanzó a decir “haz lo que quieras”, y regresó a seguir fregando su sartén.

Le conté al doctor mis extraños sueños. Aburrido, tomaba nota en una libretita que me causó gracia por su tamaño y color. Alarmado, dijo que había una imagen repetitiva en mis argumentos: el pene. Con una mirada que me dio asco, me preguntó si me gustan los penes.

Al día siguiente le dije al señor que se dice mi padre que el psicólogo me hacía extrañas insinuaciones. Esa noche, en la mesa de la cena, se lo contó a la señora con cara de hastío que dice ser mi madre y ella sugirió llevarme con su hermano, el cura de la familia.

El hombre tiene las manos pulcras, vellos en los brazos, anillos en los dedos, huele a colonia fresca. Me mira con emoción. Me besa en la mejilla. Las suyas, rosadas, huelen a madera alcoholizada. Se sienta muy cerca de mí. Me pregunta cuál es mi problema. Le digo que cuál es el problema con los demás. Alego que no entiendo lo que ellos no entienden de mí. Su rostro se me asemeja a un signo enorme de interrogación. Le cuento mi sueño y la conclusión es la misma. “Sueñas con muchos penes, ¿no serás homosexual?”, dice. Harto, le pregunto por qué todos concluyen que el sexo es lo central de mis argumentos. Mis compañeros hablaban de sus sexos. Soy de pocas palabras, les mostré el mío. ¿Acaso eso es ser anormal? Y me confiesa: “A mí me gustan los penes, específicamente los tiernitos”.

Mientras corría, buscaba la forma de contarle a mi madre, la hermanita de ese cura, lo que había sucedido. Pero algo me hacía dudar. No, no le digas.

Camino a casa, en el autobús, me dormí y tuve un sueño.

El camionero era Dios. O decía que era Dios. Me preguntó a dónde quería ir. Le dije que a Pitolandia. Ese lugar no existe, me dijo. Invéntalo, ¿que no eres Dios?, ordené. Entonces me llevó a un lugar en la tierra donde los hombres solo hablaban de su virilidad y masculinidad. De ellos mismos. De sus penes. Y todo se nombraba con la palabra pene, como si fuera un sustantivo, adjetivo y adverbio al mismo tiempo. Pero el pene no podía ser nombrado, de manera que inventaron una palabra para referirse a sus miembros. Un código. “Aquí todo está de la verga”, dijo uno de ellos. ¡Verga!, dije. Era ambiguo, podía significar que todo estaba bien o mal. Y el lenguaje codificado para el ser masculino era verga. Y Dios vio que esto era bueno. Y descansó el séptimo día.

El camionero me despertó: “póngase verga, joven, ya terminó la ruta”.

Unas casas antes de llegar a la mía escuché gritos. Vaya novedad. Era como si todos fuéramos sordos funcionales porque había que levantar la voz para cualquier explicación, pregunta o solicitud. “Pásame la sal”, “Bonita hora de llegar”, “Plancha mi camisa”, “No hay leche”, “La estúpida de tu hermana”, “Estás quedando viejo”, “Eres una inútil”, “¡Pito chico!”. Y suspiro por todos aquellos dramas familiares que nombran el código viril de nuestra sociedad. Parece ser el séptimo día, Dios nos ha abandonado.

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