Cógeme antes del abismo: del intento pertinente al lugar común

La obra tendrá funciones el 9 y 10 de noviembre en el Foro Alternativo Rubén Chacón

Nadie puede amar a quien está destinado a desaparecer”. Ángel Fuentes Balam

Fotos: José Ernesto Jiménez.

 El absurdo nos viene alcanzando desde hace años en este país. En los últimos años hemos sido testigos de una vorágine insalvable de horrores y barbarie que nos aproximan a una normalización de la violencia, donde lo que nos circunda en la vida cotidiana rebasa nuestros constructos simbólicos contemporáneos. La barbarie se instauró en nosotros desde hace unos años. Estamos anestesiados ante el dolor ajeno, la condición empática que nos hace humanos se ha ido a la mierda, o al menos ha normalizado el horror como parte de la existencia cotidiana.

“Cógeme antes del abismo”, original de Ángel Fuentes Balam, es una puesta en escena que nos invita a reflexionar sobre varios temas de actualidad: “mediante narraciones eróticas, crudas o poéticas, construye una farsa que busca denunciar la normalización de la violencia en la sociedad contemporánea, la sensación de un malestar inherente a los tiempos que corren y cómo se encuentra en el placer un escape para los sentimientos negativos o trastornos cotidianos a los que nos enfrentamos”, tomando la descripción del programa de mano.

Una fiesta de graduación se usa como pretexto para dar inicio a la anécdota de la obra. La pachanga de graduación se realiza en la Cabaña Crimson, lugar a las afueras de la ciudad, donde efectúa una borrachera loca, una fiesta que prometía ser memorable para los protagonistas: Rimbaud, Nube, Compiche y Malena, porque esa noche iban a coger como bestias, beberse el agua de los floreros y meterse hasta los dedos. Sexo, drogas y rock and roll reloaded. Sin embargo, algo sale mal en la bacanal, más bien todo sale de la chingada. Malena desaparece súbitamente después de ser violada en el baño por Rimbaud (para no aparecer nunca más), y de paso, acrecentar las cifras de olvidados en este país. Su desaparición provoca la incursión de la policía judicial con sus métodos eficientes para arrancar confesiones, construir verdades históricas y hallar culpables efímeros.

La historia de Malena también es la historia del odio de un personaje hacia el mundo circundante, donde todo lo humano parece serle aborrecible, las personas le son indiferentes, idiotas. Malena es quien mediante su sufrimiento busca justificar sentimientos humanos: el egoísmo, la maldad, el placer culposo de ver sufrir a los otros, etc. Esta es interpretada por Berenice Pérez, quien carece de fuerza escénica, encorva el cuerpo buscando complicidad con el espectador, pero logra el efecto contrario, verse apocada sobre las tablas. Sus matices vocales terminan en gritos o susurros inaudibles. No conecta con el texto, es como si las palabras que pronuncia estuvieran distantes de ella. Ejecuta como una gimnasta, con forma y poco fondo emotivo.

El tono de la obra es abiertamente fársico, digno de elogiarse en el trabajo de dirección, puesto que en muchos montajes cuando se aborda este tipo de narrativas muchas veces se intenta desde la solemnidad realista y terminan siendo farsas involuntarias. En este caso, el posicionamiento es claro, no deja lugar a dudas: se cuenta la barbarie por medio de la transgresión y crudeza visual. El dispositivo escenográfico es arriesgado, pero logra de manera pertinente que los actores jueguen con el espacio y los elementos en diversos planos. Mediante unos cubos -de esos que sirven para ensayar y que en ciertos montajes se vuelven un lugar común-, en este caso resultaron idóneos para que los actores exploraran sus habilidades corporales de flexibilidad y equilibrio.

Los cubos están pintados con un diseño de arte de registro expresionista con reminiscencias picassianas, basado en rostros humanos cadavéricos de bocas pronunciadas y dientes filosos que dialogan con las máscaras de lucha libre que los actores portan durante toda la obra. Asimismo, los actores se mueven en el espacio escénico reducido con precisión física, se nota que las microacciones fueron cuidadas, coreografiadas y entrenadas. La puesta en escena nos propone una analogía con la lucha libre, pues los actores se mueven como gladiadores en el cuadrilátero. Una lucha corporal contenida, pero con desbordes físicos. Se desbocan los cuerpos si es necesario y eso se nota.

No obstante, pese a lo anterior, las actuaciones en otras dimensiones son deficientes: Genaro Payró está en otra obra, lejos del tono. No coloca una sola frase que emocione. Recita el texto sin intencionalidad. Considero esto fue un descuido del director, ya que es evidente que la interpretación actoral se le complica. También comete errores básicos en el manejo espacial, se le mira desprolijo en los tránsitos, se cubre, sale de luz, baja la pierna equivocada, etc.

Estela Gameros hace un esfuerzo monumental por realizar un trabajo digno. Sin embargo, el personaje se le diluye en toda la obra. Se nota desconcentrada, se acomoda la ropa, se limpia el sudor, no sabe resolver los avatares en escena. No desgarra el cuerpo, arriesga poco actoralmente. Fuera de la precisión física, que al parecer fue lo más cuidado en toda la obra, su interpretación es pobre. Aunque la verdad sea dicha, es la que mejor maneja los matices.

Las metáforas del texto son limpias, cumplen visualmente con la propuesta discursiva de la dramaturgia. Es correlacional lo que en discurso se plantea, al menos en concepto, y lo que el espectador mira en escena. Pero no son bien ejecutadas por los actores, pues a excepción de Rafael Cerecedo, que por momentos se asoma al melodrama en algunos registros vocales, las demás actuaciones no se sostienen a lo largo del montaje. Como dije anteriormente, hay instantes que logran picos salvables, específicamente en las acciones corporales, pero si hablamos a partir de la generalidad los ejecutantes no logran la presencia escénica ni potencia interpretativa deseada.

Otro cuello de botella es que la dramaturgia resulta sumamente pretenciosa, ya que pone en juego un caleidoscopio de temáticas sin profundizar que se van amontonando irresueltas: violación, incesto, relaciones asimétricas de poder, desapariciones, forzadas y no; torturas, violencia, violaciones a los derechos humanos, prostitución infantil, esquizofrenia, comportamientos psicóticos, etcétera… Esto resulta patente cuando en la última escena se intenta resolver inocentemente, y además predecible, con un giro de tuerca, como si mágicamente con una explicación deus ex machina todo cobrara sentido, como relaciones causa-efecto. Todo queda suelto, tremendamente irresuelto. Igualmente, la dramaturgia está cargada de clichés y plagada de lugares comunes. El texto, desde mi punto de vista, no está construido de manera intencional como un cliché, sino que es evidente la deficiencia en el uso de figuras retóricas.

Tampoco logra la profundidad necesaria para alcanzar convención empática y lejos se encuentra de construir una propuesta de humor ácido. Se queda en la indefinición discursiva. El dramaturgo nos invita a algo, pero olvida a qué. Se pierde por el laberinto de frases simples, como perros que buscan pero han quedado en la orfandad de haber extraviado el olfato. No se entienda lo anterior como un posicionamiento moralino, de espectador que busca que el teatro ofrezca respuestas. El teatro contemporáneo, desde mi forma de verlo, no debe ofertar respuestas, pero si abrir plétoras de sentido e interrogantes cuidadosamente colocadas. Entonces, si en un montaje aparece una problemática, uno como espectador entiende que no es casual, hay una intencionalidad.   Tal como dice Hegel: el discurso construye sentido, pero la palabra mata a las cosas.

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