India Maya o la bendita manía de manipular las emociones

Ad aeternum, Salma Salomé.

La obra de teatro “India Maya”, original de Conchi León, fue el montaje que cerró el Festival de Teatro Wilberto Cantón 2019 en octubre pasado, y que contó con las actuaciones de Oswaldo Ferrer, Susi Estrada, Zabdí Hernández y de la propia autora, que además dirigió el trabajo acompañada de la musicalización de Alejandra Ley. Es importante destacar que la función fue dedicada al actor Raúl Niño, entrañable amigo, que falleció en septiembre de este año.

Se relaciona la cultura maya con la india e hindú mediante los huracanes: problemáticas ambientales que ambos pueblos padecen por sus condiciones costeras. Ingresamos de manera paulatina en la trama que va de lo general a lo particular hasta llegar a la intimidad de la ficción. En estricto sentido conceptual, la construcción dramatúrgica es pertinente: los huracanes y tifones son fenómenos en ambas latitudes y conllevan dificultades, desgracias, miedo y zozobra, pero igual existen ciclones internos que las personas se enfrentan en la vida, demonios huracanados que nos persiguen y muchas veces su intensidad resulta mayor a 5 en la escala de Saffir-Simpson.

A través de un dispositivo escénico construido en diversos niveles y dimensiones, la obra dialoga de forma anárquica con una veintena de elementos que buscan referir a lo yucateco, indio e hindú y se ven representados en el planteamiento escenográfico mediante artefactos simbólicos. Estas coexisten logrando cuadros que se aproximan a lo onírico, acompañados en un principio por una musicalidad concordante con la plástica. Podemos notarlo en el mandala que se encuentra trazado en el piso del escenario, los hipiles mayas, jícaras, veladoras, caracoles armónicos, títeres de vara, etc. Componentes que se superponen, interaccionan y se sitúan en diversos planos del espacio de representación.

Aun así, se antojaría mayor compresión en el manejo de elementos, pues su exceso dificulta las trayectorias de los actores que se perciben desprolijos en muchos episodios con un trazo descuidado y atropellado, lo cual generó altibajos en el ritmo del montaje. Ejemplo de eso podemos notarlo en los tropiezos que padecen los intérpretes con los objetos dispuestos en el piso del escenario, o un impermeable rojo atascado y desgarrado de forma accidental con una silla cuando el actor se halla en primer plano, etc. Si bien el dispositivo mantiene episodios de poética visual sugerente, esta cumple a cabalidad como una instalación de universo onírico, pero se disuelve cuando se conecta con la dramaturgia y la propuesta discursiva y escénica.

Lo anterior lo podemos notar en las historias construidas sobre el leitmotiv de lo meteorológico, historias que no logran urdirse en un tejido fino. La anécdota del Taj Mahal incluida en el relato, parece más una idea desarrollada al vapor que el resultado de una investigación profunda del contexto indio e hindú. Resulta no sólo un lugar común, sino que al interior del montaje las narrativas son asimétricas: se profundiza en la dinámica social del contexto yucateco, como era de esperarse; pero la otra historia, en contraparte, alcanza la profundidad de una consulta en Wikipedia y un tratamiento omiso o inclusive hasta ofensivo. Una interrelación anecdótica sostenida con calzador para fraguar la línea argumental que se sostiene con alfileres. Ello podría explicarse por la razón de que esta obra fue creada exprofeso para un Festival Cervantino en el cual la India era el país invitado.

La pieza es resuelta al final por medio de un recurso efectista que logra, en mayor o menor medida, su cometido con base en la manipulación y el chantaje emocional para lograr contundencia en la convención empática con los espectadores: una canción con la tautológica sentencia de “sólo somos cenizas”, velas encendidas en medio de un oscuro total, el público invitado a subir a escena para superar “fast track” sus huracanes íntimos, personas dispuestas en círculo alrededor del mandala dibujado en el piso; una canción de aproximadamente tres minutos para sanar el alma ipso facto en un procedimiento terapéutico abreviado: escena con tintes de sesión de coaching anglosajona o superación personal aderezada con elementos de renovación carismática pentecostal.

Un acto irresponsable y peligroso a causa de un espectáculo teatral: buscar el lucimiento en detrimento de otro que no conocemos y podría resultar afectado en dicho proceso experimental. Deberíamos ser profundamente cuidadosos con lo que podríamos detonar en las personas. Uno como ente escénico ha aprendido a manejar, en mayor o menor medida, este tipo de vaivenes, pero no debemos arriesgar al público a un acto así, a menos que se le ponga sobre aviso. Ejemplo de ello fue que durante la función a la que nos referimos ocurrió que una chica no podía controlar el llanto luego de bajar del escenario y se veía severamente afectada.

Es necesario referirnos a la manera en que es personificada la identidad maya peninsular, reducida en la obra a una figura caricaturizada que perpetúa el estereotipo mercadológico de esta cultura milenaria. Una narrativa que incluso llega a ser estigmatizante, rayando incluso en la folklorización. Utilizando chistes básicos, como aquel tristemente célebre de: “quien te dijo que yo te dije Yadira”. También ocurre el uso de frases en maya para generar risas. No por la lengua, sino porque esas frases se asocian con el “lugar común del maya”; expresiones que se utilizan en diversos ámbitos para ridiculizar o estigmatizar lo étnico.

Que nadie se confunda con lo anterior: uno puede ser clasista aun teniendo origen indígena, o machista siendo mujer y muchas veces la idea se encuentra tan interiorizada que incluso lo ignoramos. ¿Alguien recuerde la frase: no saben que no saben? Lo anterior resulta inexplicable en una autora que escribe “teatro antropológico” (sic), ya que olvida que una de las bases de esta disciplina radica en el respeto a la otredad y no simplificar su complejidad por un proyecto escénico. Esta vez la fórmula falló, pues en vez de teatro antropológico se aproximó al teatro mercadológico.

Digo lo anterior pues no dudo que fuera de nuestra ínsula, kilómetros al centro y norte de nuestra república teatral, y también en el extranjero, este tipo de trabajos sean aplaudidos con gesto celebratorio. Pero se asemeja mucho más a un producto del estilo del Gran Museo del Mundo Maya, Xcaret, Riviera Maya o al Festival Internacional de la Cultura Maya, en vez de un intento consecuente de reivindicación cultural. Resalta que los proyectos anteriormente descritos tienen un común denominador: la ausencia del pueblo maya. Aquí vale la pena preguntarnos: ¿no existían intérpretes maya hablantes para el desarrollo del proyecto?

Es menester seguir insistiendo en revelar los dispositivos discursivos y estéticos que, aunque exitosos y monetizados, banalizan la compleja identidad del pueblo maya yucateco, apelando a un discurso carente de un posicionamiento político e ideológico. ¿Acaso asistimos al agotamiento de una fórmula dramatúrgica que comienza a perder su vigencia? ¿Será…?

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