El silencio ha terminado: la OSY inicia su temporada 39

La temporada 39 de la Orquesta Sinfónica de Yucatán inicia en su nueva casa: el Palacio de la Música, en donde serán los recitales los viernes y domingos de este 2023. La acústica así como la ejecución llenaron de júbilo a propios y extraños, según cuenta Felipe de J. Cervera... ¡Bravo!

De nuevo estamos, en otro aquí y en otro año. Todo es nuevo. El Palacio de la Música se brinda a la Sinfónica de Yucatán, que respira contenta su temporada trigésimo novena, mediante una organización que luce su eficiencia. Desde los accesos hacia la sala principal que, en vez de letreros, se ha provisto de personal sonriente indicando cómo llegar a las butacas, hasta la verificación técnica de reflectores y altavoces que servirán para que la batuta comience su labor.

La mediana luz del ambiente no guarda relación con aquella recepción del Peón Contreras, donde arquitectura y decoración son más palaciegas que las del propio Palacio. Pero, en cambio, la discreción del escenario, diseñado en madera por todos los flancos, permite el brío que le da su identidad: una devolución amplia de la sonoridad, con todos los detalles de la Música. Los primeros aplausos del año recayeron en el concertino saliendo al protocolo de la afinación y, en segundos, sobre el hombre de la batuta. Juan Carlos Lomónaco, titular de la dirección, iniciaba entonces un recorrido por composiciones llenas de vitalidad, donde los valses del Strauss joven tendrían la última palabra.

De von Suppé, la obertura “Poeta y Campesino” fue el primer destino. Desde el suave matiz hasta el forte súbito de los metales, ocurre un acto de justicia: cada acento y cada contrapunto podía escucharse mejor que con la alta fidelidad prometida por los equipos de audio más finos. Su instrumentación, basada en la duplicación de flautas, clarinetes y casi de todos los alientos, salvo trombones y tuba, se destacaba en los fraseos con un chelo solista – con un discurso virtuoso – y luego con toda la cuerda, formada de un número escalonado de violines, violas, chelos y contrabajos.

Vertiginosa, la obertura producía su efecto vigorizante por la sala – atiborrada – que estalló en aplausos justo al alcanzarse el acorde final. La consecuencia fue el ánimo cimentado para la obra siguiente: del francés George Bizet, su segunda suite de “Carmen”. Esta versión consta de media docena de piezas que buscan, no describir sino evocar, la obra celebérrima de la que provienen. La interpretación requiere una gama irisada de respuestas melódicas.

Va de lo sereno al frenesí como cosa espontánea, como el zapateado en una danza española, que sorprende con su fuerza y acentos. Tales cambios de carácter, con ideas rebotando entre instrumentos, obtenía el trasfondo de percusiones, felices de apoyar lo que fuera – de quien viniera – en todo momento. El despliegue terminó como un oleaje contra las rocas. La intensidad creció desde su imperceptible aparición, hasta que el público se puso a aplaudir lleno de satisfacción.

 

Minutos después, tiempo de vals. Johann Strauss hijo, deseoso del reconocimiento que le distanciara de su padre, produjo algunos de los valses más tradicionales y, pese a su omnipresencia (sus estribillos se incluyen hasta en los claxon de los automóviles) , formaron la segunda parte del concierto inaugural de la sinfónica: “Voces de Primavera”, “Cuentos de los Bosques de Viena” y “Danubio Azul”. La acústica hizo su labor, disolviendo saturaciones e incluso, cualquier perplejidad. Con el viento a favor, la batuta se abría paso – de memoria – por el lirismo entre tantos pasajes semejantes entre sí que, incluso para el devoto, puede causar confusión.

Más allá de las fuerzas en equilibrio, hubo momentos especiales para el chelo, que formaba un bosquecillo de madera con sus hermanos en aquel tablado. Sin avisos, la orquesta mutó en octeto de cuerdas. Desde aquella delicadeza a escala, apareció de nuevo la sinfónica hasta su voz de gigante, con el ritmo compartido en los tres títulos, para contagiar al asistente, que bailaba con la imaginación en la ribera del Danubio Azul. Ovaciones y vítores de pie, remataron el primer programa realizado los días veinte y veintidós de enero del incierto dos mil veintitrés.

Prologándose el aplauso – era lo esperado – la reaparición del director trajo un viejo encore, a la usanza del concierto vienés en Año Nuevo: la “Marcha Radetzky”, de Strauss padre, para coronar el buen humor: el público se hizo parte de la interpretación. La parte marcial para la orquesta, con la reina Victoria Nuño con su piccolo felicísimo; y la diversión para la gente, que con su aplauso rítmico crecía o empequeñecía según los ademanes del maestro Lomónaco. Era obvio que aquello terminaría en júbilo, pero así es la felicidad: aun cuando fuera cuestión de instantes, no siempre es posible ser parte de la Orquesta Sinfónica de Yucatán. ¡Bravo!

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