Marco Antonio Murillo, poeta botánico y jardinero pitagórico

Según Héctor Cisneros Vázquez, en el libro "Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos", Marco Antonio Murillo, con esos mismos ojos que contemplan y crean el mundo, se adentra en el oficio del jardinero y del botánico a través de la poesía.

Una lectura crítica en torno a su más reciente libro de poesía, ganador del premio “José Emilio Pacheco” Ciudad y naturaleza 2020.

… olvidar

que un día fuimos más que sombra

y que desear la vida

tenía sentido.

—Marco Antonio Murillo

En uno de sus primeros libros, titulado La luz que no se cumple, conocí a Marco Antonio Murillo como el poeta de los oficios. Marco tiene la capacidad de ver el trabajo ajeno con los ojos de un niño viejo que se ha detenido por una eternidad a contemplar al ebanista tallar la madera (24-34) o al vidriero hacer figuras de cristal sólo con el aire de sus pulmones (17-18). Los ojos que contemplan eternamente ven siempre por primera vez, y al ver por primera vez crean la realidad en un instante cuando, con el paso del tiempo, encuentran el misterio de lo que contemplan y lo verbalizan.

Sí, los vidrieros «dan forma a la arena / la vuelven una mujer como una gota abierta» (17); sí, antes de lanzarse, el clavadista «sabe que bajo sus pies descalzos se extiende un manantial de fábulas» (35). Paradoja poética: sólo a través de la eternidad llegamos al instante de la creación, y ese instante queda para la eternidad. Los ojos y la lengua del poeta, el niño viejo, nos dejan el conocimiento de que para el ebanista «una muchacha descansa en la madera» (24); nos muestran que la lámpara de las hilanderas «poco a poco va adaptando sus hilos a los dedos de las mujeres» (36).

En el libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos, Marco Antonio Murillo, con esos mismos ojos que contemplan y crean el mundo, se adentra en el oficio del jardinero y del botánico, pero no de cualquiera de ellos, pues a los que contempla Marco y de los que se contagia —y en los que a veces se transmuta— están muertos. El jardinero que «mientras baja la luna, / […] sale con su machete y llega / por la calle juntando las últimas miserias del mundo» (28) se ha «subido / al hombro de un álamo […] / se distrajo… Al caer vio cómo el filo / echaba raíz y daba flores / de metal en su estómago» (29); el jardinero que observa Marco ha muerto por el filo de su propio machete en medio de la noche.

La botánica es Julia Cardos Carracedo, a quien la voz poética —el personaje que enuncia los poemas— conoce a través de su libro Los frágiles hijos de la mandrágora, publicado en 1905. El carácter escatológico del contacto con la botánica Julia Cardos se subraya no sólo por el tiempo que separa al poeta-personaje de la científica —más de un siglo—, sino porque el diálogo se establece a través de un libro y por el misterio con el que se ha hallado el ejemplar. Un libro, nos decía Francisco de Quevedo, es conversar con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos; así es como en el poemario se dialoga con Julia Cardos.

Además, la voz poética del poemario de Marco Antonio Murillo (acaso el mismo Marco) halla el libro de Julia en El Burro Culto, una librería en la ciudad de México a la que sólo los iniciados pueden ingresar, así como sólo los iniciados pueden acceder a los misterios de Eleusis, esos misterios que tenían que ver con los ritos vegetales y agrícolas del antiguo mundo griego. La diosa de la tierra, Deméter, descuidando las cosechas y los frutos, había ido hasta Eleusis en búsqueda de su hija Perséfone, quien había sido raptada por Hades, el dios del inframundo.

Se entiende que los misterios de Eleusis —todavía un gran secreto— tenían que ver con la vida, la muerte y el renacimiento, no sólo de los campos, no sólo de las cosechas y de las estaciones que cambian, sino de los hombres. Enriquecidos con el paganismo de lo contemporáneo, los poemas de Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos nos dan una remembranza de ese mundo griego.

El asfódelo es una de las plantas que más aparecen en el poemario, y no sin razón. Para el mundo griego al que volvemos, el prado de asfódelos es una parte del inframundo donde quedan las almas de los muertos. En la Odisea, es en estos prados donde hallamos las almas de Aquiles y de Agamenón, las de Áyax y de Patroclo, esos héroes que han muerto en el cerco de Ilión, o Troya. En el capítulo 24 de la Odisea, Hermes conduce al prado de asfódelos a los pretendientes de Penélope, muertos por Odiseo:

exhalando quejidos marchaban en grupo tras Hermes

sanador, que sus pasos guiaba en las lóbregas rutas.

Del océano a las ondas llegaron, al cabo de Leucas,

a las puertas del sol, al país de los sueños, y pronto

descendiendo vinieron al prado de asfódelos, donde

se guarecen las almas, imágenes de hombres exhaustos. (24, 10-15)

Según estos versos, el viaje se adivina largo: los muertos han de llegar a las «puertas del sol» y al «país de los sueños» antes de iniciar el descenso hacia el prado de asfódelos donde las almas se guarecen. ¿Cómo tener siquiera una intuición de ese prado tan lejano?

Marco Antonio Murillo.

En el poemario de Marco Murillo, las plantas son el vínculo entre nosotros y ese apartado lugar. Toda planta envuelve un misterio: ¿hasta dónde, hasta qué regiones desconocidas se hunden sus raíces? Quizá lleguen hasta el mundo de los muertos. Nos dice el poemario: «en nuestros jardines, los muertos / también participan de algunas labores botánicas: / […] cosechan / pequeños bulbos ovalados, falsos frutos / que no podemos comer por ahora» (33-34). Toda planta esconde en sus raíces y, por lo tanto, también en su tallo, en sus hojas, en su fruto, a los muertos y su labor agrícola bajo tierra. Es a través de escuchar a la planta entera que podemos conectar con esa lejana región del inframundo y las almas que allí reposan.

El poemario de Marco Murillo hace entonces otro vínculo con la antigüedad griega: Pitágoras y sus discípulos. Creyentes de la transmigración de las almas, los pitagóricos tenían estrictamente prohibido el alimentarse de habas pues, acaso por su forma semejante a un feto humano, estaban vinculadas con las almas que, aún después de la muerte de las personas, seguían existiendo y migraban hacia nuevos cuerpos. La planta, entonces, puede contener una conciencia. Así, en el poemario de Marco, declarar «no hay nada, sólo son los árboles» (68) (como se intitula uno de los poemas) es en verdad decir: «hay más que sólo árboles». Estos árboles, misteriosos para el inquilino que habita la casa en cuyo jardín crecen, le cuentan sus secretos a Marco: «nosotros permanecemos despiertos / hasta el día siguiente / cuidando que las ramas del sueño / no crezcan más que las ramas de la muerte» (68).

El hecho de que el poemario Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos haya sido galardonado con el premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, auspiciado no sólo por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, sino por el Museo de Ciencias Ambientales, parece parte de la estética del poemario. El Pitágoras que prohibía comer habas a sus discípulos para no impedir la transmigración de las almas es el mismo Pitágoras del famoso teorema matemático que reza que, en un triangulo, la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa; y es el mismo al que se le atribuye el descubrimiento geométrico de la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado del cuadrado.

Los pitagóricos combinaban una teoría racional del número con una numerología mística; entretejían lo racional con lo irracional de un modo inseparable, pues el filósofo, aquél que busca el conocimiento, no puede cerrarse a investigar las realidades irracionales simplemente porque no son tangibles. Aunque acaso hoy en día la ciencia esté separada de la mística, ¿qué no es el científico sino un místico de los dioses conmensurables, de los dioses que se pueden medir?; ¿qué no es un místico serio, sino un científico de lo intangible? Marco reconoce este vínculo en su poemario y, a través de la poesía, une la botánica con el diálogo con los muertos, une la ciencia con la mística.

Sólo con una cuidadosa observación botánica —con esos viejos ojos niños con que Marco sabe observar los oficios y quehaceres— es que podemos darnos cuenta de la similitud entre los suplicios de los santos cristianos y las plantas. Dicen las páginas del poemario de Marco Murillo:

Marco Antonio Murillo (Foto: Kary Cerda).

… El anturio

o lengua de fuego

era la pira de bronce

donde ardió San Policarpo. El corazón-herido,

enredado en un roble,

el suplicio de Santa Catalina. La orquídea

itálica daba un cuerpo desnudo,

San Sebastián

a punto de ser asaetado

contra un tronco. (24-25)

Desarrollo el nexo que hay en estos versos entre San Sebastián y la orquídea. El santo fue a Roma en aproximadamente el año 283 d.C. para unirse a los ejércitos del emperador Marco Aurelio Carino. Cuando se descubrió no sólo que Sebastián era cristiano, sino que había convertido a varios de los soldados a esa religión, se le condenó a morir asaeteado. Popularmente, los pintores lo representaron en su martirio, desnudo o con una manta tapándole los genitales, atado a un tronco y con flechas atravesándole el pecho, el vientre, los muslos. La observación científica de la orquídea nos lleva a saber que esta planta es la representación que la naturaleza hace del martirio del santo.

Así como san Sebastián iba desnudo al suplicio, el significado etimológico de orquídea quiere decir «testículo», pues viene de la palabra griega ὄρχις, órchis con la que se nombró a esta planta por sus tubérculos que se dan en pares simétricos y en forma de elipse que recuerdan a los genitales masculinos. Y así como se le representa al santo amarrado a un tronco para ser asaeteado, la orquídea es una planta epifita: se abraza a otras plantas, crece sobre ellas, se les amarra en vez de enraizarse en el suelo. Un pitagórico cristiano, sin lugar a dudas, nos prohibiría cortar orquídeas. Acaso ese pitagórico sea el mismo Marco Antonio Murillo, quien también descubre plantas cefalóforas que, como a los santos, les han cortado las cabezas en el martirio, y quien percibe una irradiación mística que, nos dice, viene «más allá de nuestros jardines. Es la energía solar de la divina gracia; la misma luz no usada que alienta la fotosíntesis» (26).

El paganismo de lo contemporáneo con el que se fecunda el regreso helenístico que sutilmente hace el poemario consiste también, ente otros, en los elementos literarios. Marco no sólo escucha a la ausente Julia Cardos a través de las páginas del facsimilar hallado en la librería de el Burro Culto, secreta como los misterios de Eleusis, sino que, a través de las plantas, habla con poetas muertos: de Emily Dickinson llega a saber que el invierno nunca muere (21); al aspirar la pipa de marihuana de Allen Ginsberg presiente la presencia de los difuntos y su respiración ocre (36); recibe con la reflexión de un iniciado pitagórico los enigmáticos consejos de Antonio Cisneros: «nunca te duermas junto a una planta» (73); y del corazón enfermo y los versos de William Carlos Williams sobre las flores arriba a la proposición que le da título al poemario: Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos (34). El poemario ha sido un viaje místico y científico. En él, los ojos de Marco Antonio Murillo, esos ojos de niño viejo que redescubrían y reinventaban los oficios, han explorado el trabajo del botánico y el jardinero para llegar a esa hipótesis: Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos. ASÍ SEA.

Bibliografía

Homero. Odisea. Traducción de José Manuel Pabón. Introducción de Manuel Fernández-Galiano. Madrid: Gredos, 1982.

Murillo, Marco Antonio. La luz que no se cumple. Nueva York: Arte Poética Press, 2014.

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