Más fríos que los icebergs

Sobre la obra teatral “El lugar donde mueren los icebergs”, de Marpi Jiménez.

En el rubro de las artes escénicas hay una variada oferta teatral que forma parte de la cartelera de actividades del Mérida Fest 2020, magno evento anual que aglutina todas las disciplinas artísticas y cuya duración este año va del 6 al 26 de enero. En el marco de dicho festival, he podido ver varias representaciones, pero hoy solo hablaré de la producción de Golondrina Teatro:

“No acostumbro hacer esas cosas. Sucedió…”, dice el actor Fernando de Regil en voz de su personaje, un padre que se encuentra sentado en el comedor mientras habla en tono confesional. Así inicia “El lugar donde mueren los icebergs”, dirigida y escrita por Marpi Jiménez, obra ganadora de la Muestra Estatal de Teatro en Yucatán 2018, que pudo verse el 7 y 8 de enero en el Museo de la Ciudad.

La enunciación acompasada, los silencios inquietantes e incómodos, poco a poco van develando un vergonzoso secreto que aqueja a la familia completada por Wendy Cruz como la madre, y Patty Pérez como la hija. Aglutinados alrededor del comedor y con el público rodeando el espacio escénico, vamos intuyendo la temática que se cimenta en torno al abuso sexual y el incesto. Un cuarto personaje es el de la nieta, la cual no aparece en escena -pero que es mencionada varias veces-, cierra el cuadro de este drama familiar.

Las actuaciones contenidas crean un ambiente tenso, cuyas acciones son tan sutiles que por momentos corren el riesgo de pasar desapercibidas. La gravedad de los tópicos abordados contrasta con los matices tan planos de cada personaje, al grado de que uno no puede creer que se trata de una familia mexicana del sur del país. Queda claro que la intención es señalar la problemática psicológica y moral de afrontar lo ocurrido sublimando los sentimientos desbordados, todo en aras de una postura social que denota temor al “qué dirán”, pero este aspecto no es subrayado lo suficiente.

No obstante, el giro argumental del desenlace es más efectivo que efectista, con lo cual el montaje repunta dejándonos sorprendidos, indignados y llenos de preguntas y reflexiones, las cuales son ventiladas en el conversatorio final sostenido entre la dramaturga y los actores directamente con el público. Este último ejercicio es de celebrarse, pues revela el interés, la preocupación y la normalización que el abuso sexual ha tenido entre los espectadores, de tal manera que sustenta la importancia de esta obra cuya crítica social es necesaria, pero sin llegar a la denuncia panfletaria.

La escenografía es mínima y la puesta prescinde de la iluminación. Sin embargo, los cuadros escénicos se ven marcados y diferenciados entre sí por las entradas y salidas de los actores, así como por el cambio de vestuario entre ellos. La mesa del comedor y las sillas se van reconfigurando, ofreciendo distintas perspectivas a un público que mira hacia el interior de una familia fragmentada.  Finalmente, la obra termina como empezó, revelando que el machismo y las actitudes tóxicas son un círculo vicioso tan interiorizado socialmente que es muy difícil de erradicar: “Sucedió, eso es posible, yo no lo planeé, yo no acostumbro hacer esas cosas…”.

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