¡Rapiña…!

Un relato de Ariel Avilés Marín.

La tía Valén, estaba recostada en su antigua cama victoriana de roja caoba; dormitaba en medio de su malestar. El fiel Heladio, se acercó con un pequeño vaso de agua y le dijo:

-Tía Valén, tienes que tomar agua, aunque sea un poco– mientras con delicadeza y cariño pasó el brazo por detrás del cuello de la anciana para incorporarle la cabeza, y acercó el cristal a los resecos labios de la anciana, que con esfuerzo, sorbió del agua que el hombre le ofrecía. Junto a la cama, en el sillón de petatillo del juego de cuarto, el niño Guy se mecía lentamente con profunda tristeza. Ambos, Guy y Heladio, sabían que los momentos de la tía Valén estaban contados, que se podía ir en cualquier instante. Y procuraban que estos minutos finales, fueran lo más cordiales y confortables posible. En voz muy baja, como confidencialmente, el niño Guy dijo:

–Heladio, ya lo dijo el doctor, esta velita se está apagando, esto puede ser en cualquier momento. Sólo nos queda darle todo el cariño posible, que se vaya asistida por nuestro amor-. De pronto, el timbre sonó anunciando que alguien había llegado a la casa. –Yo voy, niño– dijo Heladio. Y se dirigió a la entrada de la casa. Ruidosamente, aparecieron Ifigenia e Íñigo, los hermanos de Guy, que jamás se paraban por la casa. Heladio los miró con profunda contrariedad y en sus adentros se dijo:

-Nada bueno ha de traer a este par, quién sabe que estarán buscando-. Y se fue para la cocina.

Guy invitó a sus hermanos a pasar a la sala y tomar asiento. Las miradas de ambos recorrían con una grosera puntualidad todos los bellos objetos que vestían con una digna elegancia el saloncito. Guy no tenía dinero; en cambio, sí conservaba el gusto por las cosas antiguas que habían sido de los antepasados de la familia, que estaban en ella desde tiempos inmemoriales, y que constituían un valioso patrimonio que nunca había mermado, por el orden riguroso con el que Guy administraba su economía. Las voraces miradas se detuvieron con marcado interés en la consola, sobre la cual un soberbio par de candelabros de Bacará, con briseras cortadas, engalanaba con su brillo el lugar. Entre ellos, un dorado reloj de bronce con la figura de un cazador con su perro, sentados en un tronco, marcaba las horas con tintineantes campanillas, y al marcar la hora completa, una delicada melodía de sonería alegraba el ambiente de la casa. Casi se podía leer el pensamiento de los hermanos, que seguramente estaban calculando el gran valor monetario de los exquisitos objetos decorativos.

Con su proverbial atención, Heladio entró a la sala con una gran charola de plata, un juego de café del mismo material y unas delicadas tacitas de porcelana para servir la obscura y humeante infusión.

Con diligencia, Heladio sirvió el aromático café; los hermanos aspiraron profundamente y se miraron; Íñigo exclamó: -Pero que aroma más delicioso. Heladio, complacido, les dijo: -Muchas gracias, yo lo preparo en la misma forma en que la tía Valén me enseñó. Los hermanos se viraron a ver e Ifigenia dijo: -¿Cómo que la tía Valén? La señorita Valentina. ¡No más eso iba a faltar!, que este sirviente igualado se tome confianzas con mi tía.

Los ojos de Guy se abrían desmesuradamente, no podía creer que su hermana tratara así al fiel Heladio. Encogiéndose de hombros, el buen hombre se regresó a la cocina. Las tazas de café se iban consumiendo en un incómodo silencio. En un momento, Ifigenia, con discreción, volteó el platito de la delicada tacita, y su ceja se arqueó en una actitud de sorpresa. La mujer observó, primero, un sello de color verde oliva pálido que decía “Limoges, Francia”; y junto a él, en color rojo turco, otro en el que se leía: “Teodoro Havilland, N. Y”. Con mucho cuidado, puso la tacita sobre su plato, y pensó “¡Las cosas de esta casa valen una fortuna!” Y siguió paladeando su caliente bebida.

–Guy, nuestra presencia en la casa se debe a que necesitamos saber cuál es la verdad sobre la salud de nuestra tía, y en caso de un desenlace fatal, ¿cómo van quedar las cosas de esta casa? Tú sabes que son un patrimonio de familia, y esto nos corresponde a todos…

El niño Guy, rompiendo su acostumbrada calma y discreción, exclamó:

-¡Qué vergüenza! ¡Tía Valén no ha entregado el alma, y ustedes ya se están dividiendo la herencia! Pero no se preocupen, lo que quieran de las cosas que hay en esta casa, se lo pueden llevar en el momento que quieran, no faltaba más; si fue de sus antepasados. Nunca se habían fijado, pero si ya les cayó la conciencia de ello, ¡adelante! ¡Tomen lo que quieran y váyanse! Pero no perturben los últimos momentos de tía Valén –les dijo con una severidad que no era acostumbrada en la manera de ser del niño Guy.

Ifigenia e Íñigo, dieron varias vueltas en su automóvil, pues en cada viaje iban cargando cosas diferentes. Desde luego, lo primero que se llevaron fueron los brillantes candelabros de Bacará, con sus briseras de pico; en seguida, marcharon con el dorado reloj de mesa; un par de jarrones Viejo París; unas figuras de fina porcelana china de unas bellas mujeres, con cuellos articulados que se balancean al paso de la más leve brisa y que parecían saludarse eternamente con sus inclinaciones de cabeza; los cubiertos de plata en su viejo estuche de madera forrado de felpa roja; y desde luego, la vajilla de Limoges, de rosas en siete colores, con filo de oro y el monograma de la bisabuela.

El coche de los hermanos se alejó por la calle y el niño Guy entró a la casa; por su rostro, escurrían algunas lágrimas. Heladio, lloraba con gran indignación. –No es justo, niño, si todo esto existe porque usted lo ha cuidado celosamente por tantos años. –Nada Heladio, nada –dijo el niño Guy ya sereno–. Tenemos muchas cosas más que yo guardo en el gran estante de la abuela que está en la bodega, con ellas volveremos a vestir la casa y ni se notará la ausencia de nada –y agregó –Y si este es el precio para que no regresen, me doy por bien servido. Heladio entró al comedor, y regresó con una vieja y amarilla carpeta de cartón entre las manos.

–Mira, niño Guy, dejaron esto sobre la mesa del comedor, se conoce que no les interesó. El niño Guy abrió la carpeta, la revisó y exclamó: -¡Son los grabados de Jean-Michel Moreau! Estos grabados son buenísimos, son del S. XVIII, de un artista muy reconocido; eran de mi abuela. No me acordaba, estaban en el cajón del bufetero, los sacaron al buscar los cubiertos, pero no supieron reconocer qué cosa son. ¡Esto solo, vale mucho más que todo lo que se llevaron! El niño Guy se reía: -¡Ay Heladio, la rapiña va siempre acompañada por la ignorancia! Vamos a ver a tía Valén.

Al llegar a su recámara, se encontraron a la tía Valén con el color muy mejorado. Se había incorporado y sonreía. –Qué bueno que se fueron esos carroñeros –dijo con suave voz. –Mejor que ni me vieron.

-¡Tía Valén!, ¿los escuchaste? –dijo el niño Guy.

-¡Por supuesto! Pobrecitos, siempre han sido así, muy infelices, me dan mucha pena. Y sonrió ampliamente.

–Oye, Heladio, ¿no sabes si viene Huachito hoy por la tarde? Quiero que me vaya a comprar unas galletitas de limón, para que comamos con unos vasos de leche, aquí junto a la cama.

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