Alegres y reflexivas disonancias en magnífico concierto

Roberto Beltrán dirige a la OSY con Joaquín Melo como solista.

La Orquesta Sinfónica de Yucatán ha establecido nuevamente un exquisito balance en su repertorio. Si lo ha hecho pensando en las emociones que va a provocar, realmente le está dando resultado. En todos los programas, además de introspecciones y solaz, alcanza profundas interpretaciones tanto como el ambiente de fiesta, buscando, sobre todo, una gama de amplitudes emotivas. Para esta ocasión, séptimo concierto de la temporada septiembre diciembre 2018, esa misma voluntad se hizo presente.

Obras de Rossini, Jolivet y Beethoven fueron distribuidas en la escasa hora que duró la velada, descontando los minutos del intermedio. Por principio de cuentas, recibió la presencia del director invitado Roberto Beltrán-Zavala, quien desprovisto de poses, se plantó frente al público con una sonrisa que mantuvo cuan larga fue la presentación. Oriundo de la ciudad de México, no obstante su juventud, lleva dos décadas de tomar la batuta, pasando por una admirable cantidad de experiencias profesionales en nuestro país y en Europa, principalmente en Holanda.

El maestro Beltrán-Zavala abrió con un estándar que se podría considerar, quizá por causas cinematográficas, lo más popular de la música académica. La obertura “La Urraca Ladrona”, corresponde a una ópera homónima de Rossini. Comienza con un tambor irreverente, sonando sus redobles como en los desfiles de pueblo, pues tiene los rasgos vernáculos de una Italia provinciana que tradicionalmente celebra a sus santos patronos, con procesiones que se anuncian con trompetas, timbales y pendones multicolores. La pieza, impregnada de una gracia que estimula a la alegría, se ostentó magnífica para romper el silencio en una de las frescas noches del otoño meridano.

Joaquín Melo, flauta principal de la OSY, hasta el momento ausente, de pronto apareció con una obra bajo el brazo –el Concierto para Flauta de Jolivet- y se dispuso a cautivar con una interpretación estupenda. Perfectamente bajo su control, es un trabajo que se suma al rosario de perlas contemporáneas que la OSY ha estado aportando como refrescante tendencia. Prescindiendo de metales y percusiones, la sinfónica quedó alineada como orquesta de cuerdas para engarzar el brillante sonido de la flauta, magistral en las manos del maestro Melo. Enigmática en la secuencia de sus partes, la obra consta de cuatro movimientos hilvanados en pares.

Su inquietante trazado de recursos disonantes, pizzicatos incluidos, nunca permite apreciar una melodía identificable, pero, es un todo que representa dignamente aquel movimiento composicional conocido como “Juventud Francesa”, un poco anterior a la segunda gran guerra. En lenguaje por entonces novedoso, André Jolivet se distancia de aquello que se espera de una composición para flauta y orquesta. Al principio incierto, el reconocimiento del público finalmente decidió ser cálido dado que el flautista principal de la OSY rompió filas para una ejecución virtuosa, del más alto nivel.

Llegaría el turno de Beethoven, tras un breve descanso y el acierto fue mayúsculo. Sin duda, una fórmula mágica para cualquier escenario. Era la Sinfonía Núm. 7, de contenido fastuoso, posiblemente sin ser ese su verdadero designio. Lo cierto es que el compositor jamás pudo evadir esa cualidad suya con que lograba que una simple escala musical sonara como un deleite de ángeles. Desde el impacto de su acorde inicial, uno queda hipnotizado en alerta de todo lo que vendría a continuación.

Así, el clasicismo en genuflexión hacia el romanticismo se mostró en todo su esplendor mediante una orquesta apenas revestida de metales y con presencia de timbales, como la única percusión admisible. El afamado segundo movimiento fue el remache de un estilo que no tiene explicación, tal vez por el efecto narcotizante que surte su contrapunto. Amalgama la sencillez de melodías con un resultado pasmoso, gracias a aquella capacidad especial de Beethoven para crear un universo de acentos y armonías.

La fuerte ovación sincretizó el desempeño de un repertorio de obras en apariencia antagónicas. Era de esperarse, tratándose de una orquesta acostumbrada a recibir invitados, ya como solistas o como directores, sobre todo con el bagaje y formación de los maestros Beltrán-Zavala y Joaquín Melo. La sinfónica reflejó la destreza de aquella batuta, con fidelidad en el matiz, para recrear la perfección de unas partituras fascinantes, pero, sobre todo, altamente apreciadas. ¡Bravo!

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