El ciempiés/Poesía

Un poema inédito de Joaquín de la Rosa Espadas, joven talento a quien nos da gusto presentar:

 

El ciempiés

Testículos, adornos colgantes del gusano infértil, centenario como patudo.

Obligado camina, igual que un amo arrastra de la cadena a su esclavo.

Rodea incesante un ombligo, el cráter del uniseno.

El origen.

Arrulla cada miembro móvil con círculos obsesivos.

Trata de hallar la fórmula que lo deje cómodo y sólo en postura de φ –cáscara de nautilus, doppelgänger de la espiral dorada- es como puede renacer el nacimiento que disfraza de áuricas cifras, la siguiente cola con antenas de oro en apariencia de huevo.

El último hálito de los ya caducos espermas.

Innovado el novel ciempiés desenfunda su primera zarpa del calcetín,

inquieta por deambular en Tierra de Hombres.

Ilustra entre los humanos las huellas del dichoso.

Con su hopalanda y corona reclama territorios.

Impera, viola, domina y (a veces) ama.

Allá arriba, en la cima, era el centro del mundo.

Se bajó harto de ser el foco de atención,

pero cada creatura dirigía la vista a la punta de sus propios pies.

Regresión en el curso hormonal.

La concepción del hombre nuevo.

Cava el padre en sus movimientos de nalga la musculatura hueca de la madre,

 que a la trompa del coautor propulsa el escupitajo genético en el irritado caldo de carnes complacientes.

Ofuscado, el varón detiene la fricción.

Era su hija de eones atrás que decrépitos tiempos la posicionaron en el lugar de su amante.

Comprometido en sus entrañas,

 quiso roer la carroña que significa estar atrapado por la hembra, hallarse en su forro.

Él es el hijo y ella su madre en exacta instancia.

Cambiaron los papeles y se combinaron los sexos.

Devueltos, beben los mocos desquiciados del enfermo, los mellizos incestuosos.

Setenta veces siete,

siete generaciones serán servidas como la ofrenda que multiplicará el perdón hacia ellos, los descendientes de los viles primigenios.

Actos propios de años inciertos (pasado) que impactan entre siglos indefinidos (futuro), separados a la vez por el ilusorio presente.

Invención del Sol.

Bienaventurados aquellos que indagan en sí mismos antes de reprocharle nada a la suerte.

Una lanza mal intencionada por el hijo del padre del abuelo del bisabuelo… cero, uno. Cero más uno: uno. Uno más uno: dos. Uno más dos: tres. Dos más tres: cinco.

Números naturales en medio de cuadrados y arcos circulares que, como una matrioska ilimitada, suman cada término con sus dos anteriores.

Sólo ellos dejarán la arrogante forma humana, dignos de pertenecer al grupo de células que forman las ancas de una rana: habrán alcanzado el nirvana.

No desean entrar a nadar, ni tampoco permanecer secas.

Ellas congenian con lo que “es” porque ellas (sencillas) “son”.

Del cartílago convergen las estirpes en el tórax, presas del carácter infatigable, de este leviatán serpentino.

Una cadena de numerosas piernas, ayuda a transitar con sus decisiones descoordinadas al conjunto individual.

Y no importa si le llega la hora de estirar las patas, él habrá (dalo por seguro) emprendido un flamante aprendizaje dentro de un inédito embrión.

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