La pinche india o el visible racismo mexicano

Fotos: José Ernesto Jiménez

-Disculpe, ¿qué se está presentando aquí? -le pregunta una señora al encargado del Foro Alternativo Rubén Chacón.

-Creo que una obra de teatro regional… -le desinforma aquel guardia unos minutos antes de la función del 1 de marzo de 2017.

Y es que “La pinche india”, de Mario Cantú Toscano, está lejos de ser teatro regional yucateco, pues su argumento se desarrolla en el norte del país, pero resulta sintomático que los encargados del recinto piensen eso: basta con escuchar la palabra “india” para imaginar a una mestiza. Basta con escuchar el adjetivo peyorativo “pinche” para imaginar que es una más de esas obras locales donde el escarnio y el denuesto de los tópicos de la idiosincrasia mestiza o indígena son suficientes para hacer comedia del pueblo a expensas del mismo, cuyo discurso perpetúa ad infinitum que las diferencias sociales y la discriminación son divertidas.

Gigi (Socorro Loeza), una “niña bien” de Monterrey, despierta un día y, al mirarse al espejo, descubre que ya no es la rubia de ojos claros que solía ser, sino una morena con rasgos autóctonos con unas ansias locas por barrer y escuchar cumbias, según le cuenta a Marcia (Marysol Ochoa), su mejor amiga, temerosa de que el compromiso con su novio Fernando (Teo Flores) se vaya al diablo dada su nueva condición de “india patarrajada”, de naca mexicana sin remedio.

Lo anterior sirve como excusa para explorar el racismo -no tan invisible- arraigado en la sociedad mexicana, donde el fenotipo y los rasgos son suficientes para determinar la diferencia entre ser un ciudadano de primera o de tercera, sin acceso a las mismas oportunidades laborales y sociales que los blancos toman por sentado.

Marysol Ochoa y Socorro Loeza

A través de actos o cuadros escénicos se trasluce cómo la peor fortuna en este país es ser mujer, indígena y lesbiana (aunque Gigi no sea esto último, sólo eso le faltaba a la pobre). Y así, mediante la narración realista se satirizan las maneras de hablar, el pensamiento mágico y religioso, las conductas sociales del “qué dirán” y otras tantas linduras que, lamentablemente, son el pan de cada día en México, donde siempre hay un motivo para avergonzarnos de lo que somos.

Se agradece que la dramaturgia no sea un libelo panfletario, aunque no está exento de ciertas puyas hacia el indigenismo mal entendido, a la mal llamada izquierda mexicana o a esa nociva concepción de lo popular mexicano devenida del nacionalismo muralista perpetrado desde tiempos posrevolucionarios. Nuestro imaginario colectivo, lleno de estas influencias, no puede evitar pensar que los indígenas son preciosos “mexican curious”, sin mirarnos al espejo de nuestra realidad social. Sin embargo, se agradece que todas estas reflexiones sean propiciadas por las risas y carcajadas un tanto incómodas que sólo el teatro puede propiciar como forma de arte.

La producción fue de Teatro Hacia al margen y la dirección fue de Pablo Herrero, quien también actuó como Rogelio, el padre y cabeza de los Zambrano, familia norteña de abolengo caída en desgracia (y todo por tener una pinche hija india). Si bien fue notable que aún hace falta trabajar en cuestiones como el ritmo al entregar los diálogos y hacer más breves las transiciones entre escena y escena, creo su mayor acierto radica en el montaje y en la dirección del ensamble coral, como lo demuestra el hecho de que cada actor haya podido brillar con luz propia.

En especial, destacan las actuaciones de Teo Flores, Xhail Espadas (Elsa, la mamá) y Carlos Molina (El tripas); por supuesto, de la actriz principal Socorro Loeza, que seguramente enfrentó un gran reto al encarnar este papel, tan ajeno a ella, tan provocador para todos. Después de todo, no se trata de decir “yo soy rubia”, “yo soy morena” o “yo soy india”, sino simplemente de reconocernos en toda nuestra dimensión y poder exclamar: “Yo soy”, sin etiquetas, sin cortapisas…

Las luces se apagan.

 

El racismo mexicano visto desde el teatro en Yucatán

La obra que nos ocupa no fue producida ni montada por casualidad por la compañía Teatro hacia el margen A.C., sino que puede interpretarse como una consecuencia natural a los intereses de índole social por parte de dicho colectivo artístico, mismo que se ha preocupado por presentar obras que abordan tópicos como la libertad del individuo, los derechos humanos o la diversidad sexual, pero siempre a través de la ficción, misma que la dramaturgia deconstruye hacia un espectáculo entretenido que motiva a la reflexión en torno a estos temas.

Anteriormente, con el montaje de “Guerrero en mi estudio” exploraron esa posibilidad, gracias a los actores Socorro Loeza y Miguel Ángel Canto, obteniendo interesantes reacciones, trabajo que continuó posteriormente con la dirección y montaje de la obra “La pinche india” de Mario Cantú en donde el tema principal es el racismo actual. Por ello, el discurso artístico y escénico se solidificó en torno a la temática social mediante la ficción histórica, al preguntarse la pertinencia de volver a montar “Ah kin Chi, profeta maya”, como un vehículo para compartir, entender y tratar de erradicar el fenómeno del racismo colonial tan presente aún hoy, en pleno Siglo XXI, en Yucatán.

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“Son cosas que se dicen” (Teo Flores como Fernando).

La publicación del libro “Las élites de la Ciudad Blanca. Discursos racistas sobre la otredad”, de la doctora Eugenia Iturriaga (UNAM/CEPHCIS, 2017), pone el dedo en la llaga al señalar la discriminación y el racismo endémico de la ciudad de Mérida y del estado de Yucatán para con la población de origen indígena. Cuestión que se emparenta con los tópicos de crítica y reflexión social que enarbolan como discurso, carta de presentación y principios que esgrimen como compañía teatral que intenta aportar una forma de visibilizar y atajar el problema mediante el arte, terreno que pretende explorar dichas preocupaciones mediante este trabajo escénico.

 

En especial porque el conflicto central detectado está lejos de desaparecer: el racismo y la discriminación como formas de violencia que atentan contra la moral y los derechos humanos es cosa de todos los días en nuestro país. Y es que ante la avalancha de medios de comunicación y de entretenimiento digitales, así como la poca conexión entre la zona sureste con lo que ocurre en el resto del país, poco a poco se ha perdido el sentido de identidad que ha caracterizado histórica y tradicionalmente a Yucatán.

No obstante, las consecuencias de dicho sincretismo cultural no han sido del todo benéficas, puesto que el racismo y la discriminación han formado parte de los usos y costumbres en la República Mexicana desde tiempos de la colonia y el llamado periodo “castizo”, en el cual se estratificaba a la población a partir de su color de piel y su ascendencia familiar. Mérida no es la excepción, y menos ahora, pues como menciono lineas arriba, apenas este 2017 se publicó el libro “Las élites de la Ciudad Blanca”, una investigación de la antropóloga Eugenia Iturriaga, la cual de manera paralela al acontecer teatral, da cuenta de la pertinencia del montaje de Teatro hacia el margen y su labor como artistas, ya que al conformarse como agentes transformadores de la cultura su trabajo está lejos de terminar.

 

El hecho escénico como laboratorio social

Partiendo de la revisión histórica y sociológica de nuestras culturas que nos muestran que aún padecemos de conductas racistas tan arraigadas que ni siquiera nos damos cuenta de ello, hasta que nosotros mismos somos objeto de algún acto de discriminación. Por ello, acertadamente la obra lleva como subtitulo “Racismo invisible”.

Las cifras que arroja el CONAPRED (Comisión Nacional para la Prevención del Delito) son de llamar poderosamente la atención pues evidencian que uno de los problemas graves que no nos dejan avanzar como nación, ya sea creando comunidades u ofreciendo posibilidades de realización justas y equitativas para todos, es precisamente este racismo invisible el que la obra se expone de manera certera y eficaz.

En el caso de la capital yucateca, de las 104 mil personas que viven en el sur alrededor del 75 por ciento pertenece al segmento medio bajo, bajo y de pobreza. No es casualidad que la mayoría de sus habitantes también sean de origen indígena o maya, por lo que el desprecio del resto de los meridanos para con ellos es latente, en especial si tomamos en cuenta los testimonios y los datos recolectados en el libro antes mencionado. La zona rural y de la periferia del sur de la ciudad, evidentemente padecen de un rezago en la calidad de vida, lo cual afecta la equidad con respecto al resto de Mérida. Esta desigualdad en parte ha provocado la discriminación hacia quienes habitan esta área urbana, en donde confluyen factores como la marginación, la pobreza y el difícil acceso a los servicios públicos y recreativos.

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Pablo Herrero, Xhail Espadas y Socorro Loeza.

Por ello, el trabajo de Pablo Herrero al dirigir y adaptar la obra de Mario Cantú Toscano, dramaturgo del extremo norte de México, acierta en provocar nuestra conciencia y una reflexión que a simple vista parece divertida pero que terminará siendo compleja y profunda. Después de todo, nada como el teatro como laboratorio artístico ideal para confrontar al espectador con su contexto y realidad social, el cual podrá notar mediante su apreciación y exposición al hecho escénico representado en “La pinche india”, puesto que es el principal discurso que la obra aborda, uno donde en la cultura mexicana la discriminación ha sido normalizada e interiorizada.

El texto dramatizado en forma de la comedia humana parece decirnos que el fenómeno del racismo no basta con entenderlo, hay que asumirlo para poder modificarlo. Creo que el arte teatral, a través de esta propuesta, es capaz de lograr un cambio significativo en nuestra sociedad, ya que el director y el elenco han salido a morirse en las tablas con tal de demostrarlo.

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