Un fragmento de “La muerte del Ruiseñor”, novela sobre Guty Cárdenas.*
Abril de 1925
Por supuesto que no estaba de acuerdo. ¿Cómo iba a estarlo? Una cosa, decía, era enseñar a tus hijos a amar la música como cualquier yucateco de buena familia, y otra, muy diferente, que alguno saliera con su domingo siete.
Don Augusto sorbió de su café, cruzó una pierna y dejó que el sabor fuerte de la infusión inundara sus papilas. Perdió la vista en la verde fronda de los laureles de la plaza principal y lanzó un largo suspiro. Había tenido que abandonar el almacén por un rato. Necesitaba poner sus pensamientos en orden. No quería decidir a la ligera, y nada como una greca «directa» del café Ambos Mundos para despejar su cerebro.
¡Así que músico! ¿De qué coño piensa este muchacho que va a vivir? ¿Del aire? No es que él estuviera en contra de las bellas artes, para nada. Él mismo, además de ser un reconocido contador y comerciante, tocaba el piano con soltura. Le apasionaban Mozart, Schubert y, sobre todo, Chopin; era capaz de interpretar algunos de los nocturnos de este último sin leer la partitura, pero la verdad es que lo suyo eran las danzas, los valses y los boleros, ritmos que le habían servido para dos cosas importantes en su vida: amenizar tertulias y atraer mujeres. Y nada más. Por eso, cuando su primogénito le vino con el cuento de que deseaba «dedicarse» de tiempo completo a la música, lo primero que hizo fue soltarle un sermón de dos horas sin derecho a réplica. ¿Cómo podía Augusto pensar semejante estupidez? ¿Creía que en estos tiempos tan difíciles los perros todavía se amarraban con longanizas? ¿Serían definitivas estas ideas o eran simples caprichos de juventud? Ningún Cárdenas estaba acostumbrado a sufrir estrecheces, mucho menos Guty, que había estudiado toda su vida en buenos colegios: primero, en la Adolfo Cisneros; luego en la prestigiosa Escuela Modelo; por último, en el carísimo Instituto Williams de la capital. ¿Para esto había enviado a Guty a colegios tan acreditados?, ¿para que se dedicara a dar serenatas en la madrugada como cualquier trovador callejero? ¿Y la Casa Pinelo? ¿A quién iba a confiársela? Justo ahora que Guty se había graduado de contador con honores, y que las ganancias y el negocio iban viento en popa, el desagradecido le salía con esta idiotez. No, definitivamente, aunque la madre se opusiera, iba a tratar de impedir esta locura. De nuevo acercó la pequeña taza a sus labios y fijó la mirada en las pantorrillas de la guapísima mesera que recién lo había atendido. Un día de éstos, pensó, voy a tener que pedirle a mi buen amigo Juan Ausucua que armemos con sus meseras del Ambos Mundos una gresca a puerta cerrada. El sonido de las monedas al depositarse en la máquina registradora lo sacó de sus cavilaciones.
Músico…, carajo. Aunque para ser sincero, reconoció, ya lo venía venir. Desde niño Guty había sido muy talentoso. En más de una ocasión lo había descubierto escuchando las clases particulares de guitarra que Ricardo Palmerín iba a darle a Fernando, su cuñado. A la larga Guty, no obstante su corta edad, había asimilado mucho mejor las enseñanzas musicales que el bruto de Fernando. El mismo Palmerín decía que «en aquella casa, Guty era el más cumplido de sus discípulos».
«Palmerín, ¿así era la canción que me cantaste el otro día?», le preguntaba el muy canijo cuando lo veía llegar. Y con su aguda vocecita infantil, entonaba con soltura los versos aprendidos. Todo con tal de presumir al maestro su buen oído musical.
Don Augusto sorbió su café. Hasta sus oídos llegaron los acordes de la primera zarzuela de la tarde. Al fondo del sitio, sentado al piano, el maestro Leopoldo Martínez había comenzado ya a tocar la melodía aquella de Dónde vas con mantón de Manila… Con rítmicos movimientos de cabeza que traían consigo el vaivén de su hirsuta cabellera, el hombre le imprimía una vitalidad inusitada a la ejecución. No cabía duda, el tipo era muy bueno, pero a buen seguro, como la mayoría de los músicos, vivía pobremente. Don Augusto meneó la cabeza de un lado a otro. No quería aceptarlo, pero algo le decía que lo de Guty era batalla perdida. Y un ejemplo de ello era que en el mismo Instituto Williams, un colegio exclusivamente para contadores, nada más acoplarse a la vida estudiantil, lo primero que hizo el mentecato fue inscribirse a clases de piano. Por eso, además de los ochenta pesos mensuales que costaban sus colegiaturas y comidas, hubo de pagar quince pesos por las dichosas clases. Por si fuera poco, en la primera oportunidad le pidió al director que le permitiera integrar y dirigir una orquesta para amenizar los bailes del colegio donde, a la larga, él mismo tocaría el piano, el banjo y la guitarra. Don Augusto volvió a buscar al pianista con la mirada. ¡Le dio tanta lástima! ¿Cuántas horas tendría que pasarse el pobre entre el humo del cigarro, las exigencias del patrón y los chascarrillos de los parroquianos para ganarse unas monedas? Si no tomaba cartas en el asunto, así iba a terminar su primogénito. ¡A ver si no sucedía lo mismo con Renán, que a sus diez años parecía decidido a copiar al hermano mayor en todo! Puta madre. Menos mal que le quedaba Raúl, aparentemente el único de los varones Cárdenas Pinelo que no estaba interesado en la música. La culpa era de la madre, esa caprichosa que siempre los tuvo muy consentidos.
Las campanas de la catedral anunciaron el mediodía. Llevaba casi una hora aquí y lo único que había hecho era lamentarse. Tenía el cerebro hecho una olla de grillos. A su lado, una pareja de extranjeros conversaba animadamente mientras bebía cerveza. La mujer, jovencísima, de ojos azules y rostro luminoso, le llamó mucho la atención. Hablaba algo de las ruinas mayas. Intentaba convencer a su pareja de quedarse un par de días en Valladolid para visitar Chichén Itzá. Los oyó parlotear en su idioma y recordó que Guty, poco antes de regresar de la capital, le había escrito una carta donde le decía que le hubiera encantado pasar una temporada en los Estados Unidos antes de establecerse de nuevo en Mérida, pues quería perfeccionar su inglés. Una sonrisa involuntaria dulcificó el semblante de don Augusto. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? En menos de quince segundos pasó de la angustia a la serenidad. Esto es lo que haría: tomarle la palabra. Lo enviaría con la cartera llena una temporada a los Estados Unidos. Una vez que probara las mieles de la buena vida, el deseo de ser músico quedaría en el olvido. Sorbió las últimas gotas de su greca y llamó a la mesera, que se acercó contoneándose al ritmo del chotis que el pianista tocaba con frenesí. Entonces don Augusto, al tiempo que pedía la cuenta, tomó a la muchacha de la mano y le soltó algunos piropos que la otra acusó de recibido con sonrojos. Más tarde, mientras buscaba su monedero en los bolsillos de su traje, calculó mentalmente cuánto podría costarle la estancia de Guty en Nueva York. Dejó el dinero de la cuenta encima de la mesa, se encajó el sombrero y se puso de pie, listo para atravesar la sombreada plazoleta, rumbo a su almacén. Ahora se sentía mucho mejor, satisfecho. Hoy mismo le escribiría a su ex esposa una carta a México para darle la noticia de que su hijo pasaría una temporada en la ciudad de los rascacielos. Estaba decidido. A partir de ahora haría todo cuanto estuviese en sus manos para que Guty olvidara esa locura de vivir de la trova.
*Ediciones B, 2017. ¡Aquí puedes comprar el libro!