Así era Vicholo/Cuento

In memoriam, Víctor Pérez Alcocer.

Un par de teporochos golpearon su camioneta, así que Vicholo, a sus sesenta y tantos años le dijo a su hijo mayor: “espérame aquí, no te bajes”. Entonces se bajó del auto, siguió a los beodos hasta la casa donde se habían metido y se les fue encima a golpes. El hijo por supuesto que no obedeció; cuando llegó al lugar ya tenían sometido a su padre. Primero acabó con uno, luego amenazó al otro para que soltara al viejo, cuando este le dijo “¡arranca la camioneta!”, se soltó del amague y con el auto en movimiento se lanzó en la parte de atrás. Se fueron quemando llanta en menos de un segundo.

Pero no sólo le gustaba el pleito, la pelota y las trompadas. También le gustaba la carpintería, oficio que aprendió desde muy joven. Así que cuando lo liquidaron del aeropuerto donde trabajaba, con el dinero puso una mueblería. El negocio se llamó “Muebles Víctor” y empezó con apenas un puñado de productos en exhibición. Más tarde, viéndose asediado por problemas de liquidez, se fue de mojado a los yunaited estaites a cultivar tomates, dejando a su esposa a cargo del establecimiento. Cuando regresó con algunos dólares, la cosa ya había mejorado. El negocio, poco a poco, se iba consolidando…

Hombre de gustos muy variados, incluso se dio el lujo de patrocinar un equipo de softball local, pues se le daba aquello de organizar a la gente y atraer a las multitudes. Por eso apenas tuvo oportunidad, de nuevo se fue al país vecino haciendo el trayecto en auto para traer algunos instrumentos musicales. Con ellos formó un grupo de música tropical, “Albatros”, con los que se iba de gira tocando ocasionalmente el rascabuche y las percusiones. Con los años fue perdiendo el interés -y también los instrumentos-.

Los años pasaron, pero su amor por la música no menguó: tenía bocinas instaladas hasta en el baño. Solía moverse a todos lados en su inseparable bicicleta a pesar de su venerable edad, con excepción de cuando iba a la cantina “Guerrero Negro” con don Moyo y Pitoloco, sus amigos de aventuras. Cuenta la leyenda que ahí conoció a La diabla, una rolliza mesera que le hacía ojitos al buen Vicholo, que llevaba más de 50 años separado, pero felizmente casado…

Pero Vicholo nunca se estaba quieto. Su vocación de inventor y artesano nunca la perdió, por lo que creó variados artilugios que confeccionó en el taller que tenía en casa: un muelle portátil para ir a pescar; una báscula con lupa integrada para ver los números (ya no veía tan claro como antes); una silla que se convertía en sillón reclinable y en mecedora; una hamaca que mecía con una polea, etc.  Educado bajo la religión evangélica, creció para convertirse en comecuras. No sólo no pisaba templo alguno, sino que también afirmaba que un día se iba a matar.

Sin embargo, al ver que no reunía el valor y las décadas pasaban, se preocupó de hacer sus arreglos funerarios con anticipación. Se aferró a la vida hasta con las uñas, y no de pocos trances se salvó. Falleció el 2 de julio de 2018, un día después de que la mueblería que él fundó cumpliera su aniversario número 51. Su mayor deseo era ser enterrado junto a sus padres, a donde fue a parar ya con 94 años, bajo un epitafio mandado a hacer por él mismo que reza: “Vida, ni me debes ni te debo, estamos en paz”. Así era Vicholo, medio loco y ocurrente como sólo él. Así fue mi abuelo, Víctor Pérez Alcocer.

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