El desprecio discográfico

Crónicas Melómanas XXI. Un relato musical de Óscar Muñoz para leerse a todo volumen.

Cómo me gustaba Paty. Desde que la vi aquella vez en casa de Bety, quedé atraído como un loco. Pronto averigüé que era mormona, por lo que me fui a registrar de inmediato como “investigador” en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Y todo tan sólo para acercarme a ella, hablar con ella, deleitarme en ella… en fin, apoderarme de su estima primero y, por qué no, luego de su cariño. Lo mejor de todo es que el templo mormón quedaba a una cuadra de mi casa. Qué suerte.

En las reuniones de la iglesia era cuando tenía la mejor oportunidad de acercarme a ella por cualquier babosada. Y en una de aquellas ocasiones, me enteré que, igual que Bety, asistía al Benemérito de las Américas, el que estaba por el cerro del Chiquihuite. También supe que su papá tenía otra familia, como casi todos los mormones, aunque ella se llevaba muy bien con sus medios hermanos. Eso sí, todos iban al mismo colegio mormón.

Lo que más me llamaba la atención era su vestimenta, siempre en minifalda, que la hacía ver encantadora. Y claro, eso me hizo sucumbir más a sus atractivos. Sus vestidos y blusas eran siempre de colores pastel. Y no es que los tonos que vestía me disgustaran. Simplemente la hacía parecer algo fresa. Además, eso no era lo importante. Lo principal es que era muy platicadora, muy condescendiente y agradable.

Como siempre la imaginé algo afresada, supuse que la música que más le gustaba sería la Disco. Así que se me ocurrió regalarle un álbum de Donna Summer que se llamaba Bad Girls. Un título algo contradictorio con el tipo de música que cantaba la Donna. Se acercaba su cumpleaños, según me pasó el chisme Bety, que era amiga de ambos. Y sin esperar más tiempo, compré el disco y lo envolví con esos colores pastel que tanto le gustaba usar.

El día del cumpleaños, me invitó a su casa, donde habría un pequeño festejo, muy familiar. De sus amigos y amigas, sólo fuimos Bety y yo. El resto de la gente eran sus hermanas y sus medios hermanos. Sí que la familia era numerosa, caray, bastante. Ahí noté que casi todas las niñas y jovencitas como ella vestían igual, sólo colores pastel. Se me hizo muy raro, pero no le di importancia. Luego del pastel, salimos a las escaleras que comunican los tres pisos del edificio donde vivían las dos familias. Y ahí le di mi regalo.

Al principio, luego de abrir el envoltorio de tono pastel, se sorprendió un poco al ver el disco de la Donna. Quise suponer que no se esperaba tremendo regalo. De seguro, dentro de su fresés, sería la música que más disfrutaba. Bueno, eso quise pensar. Me dio las gracias junto con un beso, y se despidió. Yo todavía me quedé un rato más sentado en aquellas escaleras aún con la sensación de su beso.

Al día siguiente, pasé por la casa de Paty, porque necesitaba algunas plumillas para el graphos. Tenía que hacer un plano de tarea para la clase de dibujo, y sólo había una papelería que las tenía y estaba enfrente de su casa. En ese preciso momento, pasó el camión de la basura recogiendo los desechos del vecindario. Y cuál sería mi sorpresa cuando vi que uno de los trabajadores del servicio de limpia sacaba de un bote el disco de Donna Summer que le había regalado a Paty la noche anterior.

¿Habrá sido su papá quien le tiró el disco? ¿Qué le habrá dicho ella? ¿Por qué lo habrá permitido? Me hice miles de preguntas mientras veía que aquel hombre se llevaba el disco bajo el brazo, lleno de alegría. Y yo, lleno de tristeza, regresé desconsolado a casa y sin las plumillas. Así me la pasé el resto del día, tristeando y sin la tarea. Hasta que en la noche llegó Jorge, el novio de Bety, para invitarme a un concierto que darían los de Peace And Love en el Salón Chicago, allá en la calle Felipe Villanueva de la Peralvillo. Y, para salir de aquella tristeza que me tenía en el hoyo, nos fuimos a otro hoyo, al funky.

Compramos los boletos a unos revendedores, cuando vi pasar a Paty. Me quedé hecho un estúpido de verla vestida de rockera: jeans ajustados, botas con estoperoles y una playera oscura. Era otra Paty, totalmente diferente a la que conocía. Jorge no la alcanzó a ver por estar pagando los boletos, y no le dije nada. Entramos y quise seguirla para asegurarme de que fuera Paty, la mormona, la de los colores pastel. Y sí, era ella misma;  llevaba en una mano un cigarro encendido y en la otra, una coca destapada. Alcancé a ver bien su cara, su estatura, sus brazos, sus piernas, aunque con un vestuario oscuro. Entonces entendí que no había sido su padre quien tiró ese disco de Donna Summer; fue ella misma, una Bad Girl nada fresa.   

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