Ese pacto no es con Dios*

*Un cuento de Verónica Rodríguez.

 “No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida… Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida”. Virginia Woolf

 

 En lo que mamá le limpia el culo a papá, débil por las innumerables desangradas, finjo leer una revista. Están cumpliendo 51 años de casados, en el hospital. Ellos no lo saben pero el  médico nos advirtió a los hijos que el viejo tiene cáncer en el estómago, por eso tanta sangre y tanto miasma insoportables. Ella lo cuida como a un bebé, lo mima, y parece que el hedor de todo aquel cuagulerío revuelto con olor a desinfectante, hasta le gusta.

                                                                                                                  …

Míralos ahí sentados, bebiendo con sus antiguos compinches, igual que si por la mañana al contemplar sus cuerpos decrépitos no se hubieran deseado la muerte. Míralos, esos que hace 50 años se montaron cual desbocados equinos, ¡me dan asco!

Observo la escena a través de mi copa de cristal e imagino lo que en realidad piensan el uno del otro. Tararean la cantaleta de cada aniversario a los comensales: la historia del diluvio en la noche de bodas, los colores chillones del pastel, los vestidos arrepollados de las damas y el padrino que llegó drogado a la iglesia.

Que 50 años no es nada, ¿cómo dice la canción?, no la retengo porque la masa de sonidos del restaurante se enreda con otra melodía, un bolero imaginario que golpetea mi cerebro. Me pregunto si alguna vez se quisieron. Creo que mucho antes de que la calamitosa  maraña de quehaceres conyugales los aplastara, igual que la bota interrumpe el periplo de las hormigas.

_¡Feliz quincuagésimo aniversario!

Julio está borracho, lo sé, porque no se despega de la prima Alba. Mamá ya lo notó, entorna los párpados desde el otro extremo de la mesa como rogándome paciencia.

Me repito la máxima de los alcohólicos: “sólo por hoy”. No puedo más que complacer a mamá y simular felicidad por su perseverancia en la carrera hacia la meta del “hasta que la muerte nos separe”; porque el que persevera alcanza, reza el dicho. ¿En qué condiciones llegará mi vieja a esa meta?

Los trovadores hacen su entrada triunfal, se arrancan con “La mentira” a petición de papá. Se te olvida, que me quieres a pesar de lo que dices… La canción me recuerda a la abuela que dejamos arropada y empastillada en la cama en lo que la parentela celebra la efeméride. Las drogas sirven para que no salte el barandal de protección cuando en su delirio senil, alucine que escapa del cinturón de su marido, porque eso sí, a pesar de los correazos recibidos durante su religiosa unión, jamás dejó de adorar al abuelo.

Parezco infante en misa de siete, tan hastiada me siento que cualquier minucia distrae mi atención hacia otro objetivo que no sea la escena familiar. Miro a través de la copa, a tope de vino se transparenta la farsa en su verdadero color.

Rojos aparecen los festejados discutiendo con el mesero, rojo se mancha el sonido de los trovadores que ahora rasgan “Morenita”, rojos Julio y la prima y no por la borrachera.

Estoy cansada y la tertulia apenas va por la mitad. El festejo se hubiera detenido con mis reclamos si no fuera por mamá, que en un acto de conmiseración o por el qué dirán, se acerca a Julio para distraerle. Se expande en el ambiente el suspiro de papá que se libera  por un rato de la novia, lo ha jodido toda la noche. ¡Deja de beber! ¿Por qué? si en esta familia sin alcohol, una celebración es un funeral. ¿Le negará ella el sexo esta madrugada? ¿En serio siguen cogiendo?

Cuando la abuela no se arrojaba de la cama y solía hablar, decía que posterior a cada madriza el marido le compensaba con sexo. ¡Vaya premiecito!

Me pregunto si lo mío con Julio acabará algún día o seguiremos el patrón de la estirpe. ¿Me compensará con sexo rápido si llegamos a las madrizas?

Ya casi nos vamos, hace cinco copas que dicen que es la última pero Julio se desató de mamá y continúa los coqueteos con Alba. Estoy a punto de tirar del mantel y que copas y cubiertos armen un escándalo. Me controlo, no pasa a más.

Por la madrugada, en su casa, las parejas cierran la puerta de la habitación. En la mía Julio ronca y en el insomnio imagino lo que hacen cada uno de los matrimonios en sus camas.

La hemorragia rectal de papá es insoportable a la vista de cualquiera. Para mí, porque podrían acabarse las posibilidades de continuar gozando su cuerpo decrépito. Mamá trata con menguadas fuerzas de retenerle para que no se desplome a los azulejos del baño. La muerte lo espera colgada del barandal de la cama para enfermos en lo que yo le suplico ¡qué se muera ella por favor! ¿Cuánto tiempo tendré que esperar para velarle o tenerle de nuevo?

Me detengo al principio del pasillo en penumbras. Dudo, pienso en mi madre. ¿Lo sabe? ¿Estaría enterada, siempre? El hotel de mala muerte huele a jaboncito rosa, papá me espera en la habitación del fondo. Avanzo a paso firme, estoy emocionada, como pequeña en la escuela esperando enseñarle la tarea a la maestra, con esa seguridad de ganarme un diez. ¡Cómo me excita, me calienta! En el quicio de la puerta se activan en mi mente los recuerdos de aquellas noches, cuando a la luz de la lamparilla, él, pretextaba el consabido cuento nocturno, ese de hadas,  princesas y gnomos. Una caricia aquí, un beso en la frente, un cambio de pijama.

Mi corazón da topes violentos contra su caja torácica a medida que me acerco. No toco, abro decidida y ahí está él; aún convaleciente pero grande, fuerte, envuelto en antiguos calzoncillos, el cabello blanco cual corona de luz sobre la cabeza. El olor a sudor, a rancio, estruja mi estómago.

Me acerco a la cama donde duerme. Le toco la espalda, él gira despacio y me mira con sus ojitos de señor grande, me sonríe y con esa voz ronca y educada que seduce de manera enfermiza dice: gracias por venir.

Beso sus labios con delicadeza, sólo un roce. Saben a tabaco y café. El viejo no se conforma, su lengua hurga mi boca, su pene me frota al agigantarse. Hay un olor en el ambiente que me trae recuerdos de batas blancas… Es desinfectante revuelto con podredumbre, el mismo hedor en aquel cuarto de hospital.

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