Los juegos del silencio VI: de los abrazos olímpicos…

En un mundo obligado por las circunstancias sanitarias a renunciar a los abrazos, la imagen de dos atletas de élite, de dos amigos abrazados compartiendo una victoria, constituye una de las fotografías más poderosas de la gloria olímpica en Tokio 2020, según nos cuenta David Moreno en su texto.

Al final lo que queda es abrazarse, confiar en el otro, amar y dejarse amar en medio de la balacera que es la vida. Fito Páez

Son Gianmarco Tamberi de Italia y Mutaz Essa Barshim de Qatar. Han tenido una dura batalla en la final olímpica de Salto de Altura. Los dos habían conseguido librar la barra a los 2.37 metros. Estaban empatados. Los saltadores fueron por el 2.39, quien lo consiguiera se llevaría el oro olímpico. Fallaron. Un juez se acercó a Barshim y a Tamberi para ofrecerles la posibilidad de un salto de desempate. Los atletas se miraron con cierta complicidad. Lo habían dado todo en la prueba, habían llevado sus cuerpos a altísimos niveles de exigencia. Después de dos horas de competencia estaba claro que podían seguir contendiendo hasta que uno de ellos resultara en el ganador absoluto.

Fue Barshim el que preguntó: “¿podemos tener los dos tener el oro?”, el oficial asintió. Los deportistas se miraron y estaba claro que en ese momento los dos tenían la misma respuesta. A Gianmarco Tamberi una durísima lesión en el talón de Aquiles lo marginó de los Juegos en Río. Cinco años después cumplía su sueño olímpico. Tenía su revancha y para recordárselo antes de comenzar cada salto, Tamberi coloca junto a línea de salida el casquete de yeso que tuvo que portar al lesionarse. En el mismo se podía leer la leyenda Tokio 2020, como un meta que el italiano se puso para poder superar la traumática experiencia que lo separó de unos Juegos.

Por su parte, Mutaz Barshim ha sido campeón del mundo y medallista olímpico en 2 ocasiones: bronce en Londres 2012 y plata en Río. Llegó a Tokio en su mejor momento, dispuesto a colocarse en el cuello el oro que le hacía falta a su palmarés olímpico. Nadie le hubiera reprochado si hubiese decidido continuar con el salto para el desempate. Pero Mutaz Barshim le tenía preparado al olimpismo un momento aún más glorioso. Cuando miró a Tamberi –quien como él había fallado en su último intento por cruzar la barrera de los 2:39– lo que prevaleció no fue el deseo de vencer a como diera lugar sino un gigantesco espíritu deportivo.

Mutaz Barshim y Tamberi decidieron no saltar y así pasar a la historia: compartieron el oro. Después de haber tomado la decisión, el qatarí le ofreció la mano al italiano que por un momento pareció incrédulo. Fueron un par de segundos en los que ambos parecieron no comprender exactamente lo que habían hecho. Después, la explosión. Los deportistas –estupendos amigos fuera de la pista– se fundieron en un emotivo abrazo. Un abrazo de ganadores que significó algo más que eso para convertirse en una conmovedora estampa, una que refleja que la competitividad no implica el voraz apetito por ganar a toda costa, sino que dentro de la misma es importante encontrar expresiones de respeto, de solidaridad, de amistad, es decir de todo lo que en esencia deberían ser todas las competiciones deportivas independientemente si éstas se dan en el escenario más grande e importante o si se producen en un patio de colegio, en la cancha de la colonia.

En un mundo obligado por las circunstancias sanitarias a renunciar a los abrazos, la imagen de dos atletas de élite, de dos amigos que han dejado media vida para alcanzar la gloria olímpica, abrazados, compartiendo una victoria, celebrando sin importar diferencias culturales o países de origen, constituye una de las fotografías más poderosas que el olimpismo le ha enviado al planeta en los últimos años. Un retrato de la esperanza en medio de un tiempo álgido, trágico. Dos atletas que rescatan lo mejor del espíritu deportivo y lo trasladan a los terrenos de todo aquello que nos puede hacer mejores seres humanos.

Epílogo 1: Yulimar Rojas acababa de realizar un salto que amenazaba con pulverizar el récord de salto triple en la rama femenil. Emocionada, la venezolana corre a un costado de la pista y se abraza con la española Ana Peleteiro. Son rivales, pero entrenan juntas bajo la batuta del legendario Iván Pedroso. Cuando el récord se hace oficial, la televisión toma a Rojas corriendo y pasando al lado de una Peleteiro que brinca poseída por una genuina emoción. Ha disfrutado, tal vez como nadie, el triunfo de su amiga.

La venezolana cae al suelo con lágrimas en los ojos. Cuando se pone de pie alguien le arroja una bandera de su país y se encuentra de nuevo con la española quien ya lleva una del suyo. Ambas se fusionan en otro abrazo ahora bajo el cobijo de sus dos lábaros patrios que por unos segundos también parecen abrazarse. Dos mujeres negras, iberoamericanas, maravillosas, que se han sobrepuesto a las más adversas circunstancias. Dos historias de triunfo que parecen convertirse en una sola, en una leyenda, en una prueba de esfuerzo, de constancia, de amor propio y de una genuina y sincera amistad.

Epílogo 2: Luis Scola se dirige a la banca cuando faltan unos minutos para que termine el partido de cuartos de final que enfrenta a argentinos y australianos en el torneo olímpico de baloncesto. Los argentinos están siendo apabullados por los oceánicos y el coach Sergio Santos ha decido retirar de la duela al veterano jugador de 41 años. Los integrantes de su equipo forman una especie de paseíllo mientras el cansado Scola se dirige a la banca. El juego se detiene por unos minutos.  Australianos y argentinos se voltean hacia la silla que ocupa el veterano poste. Las dos bancas se ponen de pie, todos le aplauden, todos se rinden ante su leyenda. El estadio está en silencio, el graderío está vacío, pero el eco parece agrandar a los aplausos de los pocos asistentes mientras Scola se esfuerza por contener la emoción. Es el último integrante del equipo que le dio a Argentina un oro olímpico en Atenas en el 2004.

Un par de horas antes Pau Gasol, también de 41 años, miraba desde el banquillo como España era superada por la poderosa selección de los Estados Unidos. Ha estado en la cancha unos cuatro minutos y ha tenido que dar paso a jugadores con más físico que el suyo y que pueden tener más éxito enfrentando a los atléticos norteamericanos. Es claro que ha jugado el último partido con una selección a la que ha llevado a niveles nunca antes alcanzados: dos platas olímpicas, dos campeonatos del mundo. Cuando el partido termina con la victoria de los Estados Unidos todos los integrantes de ese equipo se dirigen a abrazar a Gasol.

Es una muestra de respeto a uno de los más grandes que ha practicado el deporte que ellos inventaron. Pau se abraza también con su hermano Marc -quien unos minutos más tarde igualmente anunciaría su retiro de “La Familia”- y luego con todos los integrantes del seleccionado español. Ha jugado con los más grandes de su tiempo, a la mayoría los ha vencido. Escola y Gasol. Dos eternos basquetbolistas unidos por muchas razones y a los que Tokio ha despedido cobijándolos bajo sus brazos. Se van vestidos de gloria, con la frente en alto después de enfrentar al único rival al que simplemente no pueden vencer: al inexpugnable tiempo.

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