Mistificación de un clásico cervantino: “La Numancia”

Tendrán funciones el 12, 13, 14 y 15 de junio a las 8PM en el teatro “Rubén Chacón”.

Que no podrán las sombras del olvido/escurecer el sol de sus hazañas. Miguel de Cervantes Saavedra

El pasado jueves 6 de junio se presentó en el Foro Alternativo Ruben Chacón la puesta en escena La Numancia, práctica escénica de los alumnos de la licenciatura en teatro del sexto semestre de la Escuela Superior de Artes de Yucatán, bajo la dirección pedagógica de Analie Gómez, con la asistencia de dirección de Nara Pech y Mariano Olivera en la iluminación. El vestuario corrió a cargo de Effy Perez y Marco Antonio Rivero. La tragedia “El cerco de Numancia”,  es una obra alegórica del siglo de oro español escrita por Miguel de Cervantes Saavedra que exalta el amor, heroísmo, patriotismo y pundonor: se nos cuenta el asedio y sitio de Numancia, ciudad al norte de la actual república española, por las tropas romanas; cuyos habitantes azotados por el hambre, las enfermedades y encerrados en sus muros, prefirieron el suicidio antes que la rendición.

Mediante un desfile de cuadros inconexos se presenta un trabajo que carece de un dispositivo escenográfico que vincule la propuesta estética con la línea argumental, el planteamiento plástico y el diseño espacial. En vez de ello, se utilizan elementos sueltos que dialogan de manera anárquica, reiterada y en ocasiones atropellada en la escena. Por ejemplo, se utilizan varas que simbolizan espadas: artefacto nodal para la guerra y la defensa patriótica de ambos bandos.

Éstas se banalizan por su manejo inconstante y su aparición inexplicable en instantes donde estorban el desarrollo de la ejecución. Muestras puntuales de lo anterior podemos notarlo en la escena donde Marandro y Lira se despiden en entrañable vocación pasional. Luego, ella pisa la vara que minutos antes Marandro dejó incorrectamente en el lugar de salida de su amada. Igualmente en la caída al piso de una vara/espada lanzada por Teógenes a uno de sus compañeros de guerra.

Consecuencia de lo anterior, observamos a los actores sin un sistema de coordenadas espaciales por donde circular, un peregrinar errante que se hace evidente en las entradas y salidas imprecisas. Los trayectos en escena se perciben enredados y desprolijos. Resulta extenuante, hasta el hastío, el desbalance espacial: masas corporales que se superponen, traslapan y cubren, con un cálculo de la isóptica desequilibrada que no permitió la visión de ciertos cuadros: en la escena del muro Escipión y el Soldado permanecen  todo el tiempo “uno encima del otro”.

En este sentido, es importante destacar la precisión en el manejo de la iluminación que permite transiciones entre escenas y delimita de forma pertinente el espacio de representación. Es impecable la manera en que las luces se convierten en un recurso que  promueve el tejido del entramado narrativo, aunque no fue suficiente. La obra plantea el énfasis en el texto dramático. Se ensimisma en la estructura poética y ofrece un universo metafórico escaso.

Las pocas metáforas elegidas no logran potencia visual que conmueva o subviertan, más bien  corresponden a lugares comunes por su excesiva reiteración en la escena actual: un río representado mediante cuerpos cubiertos por una larga tela blanca que se mueve con cadencia, o el aciago destino colectivo de los numantinos hacia la muerte figurado por una tela roja satinada. Ambas, quizá, de los artilugios más socorridos en el teatro contemporáneo.

La preponderancia del verso por encima de la acción dramática generó que los intérpretes no lograran salir bien librados de la titánica tarea: sostener por casi dos horas, en ritmo, tono, volumen y cadencia, los barrocos endecasílabos de Cervantes. Los ejecutantes, en lo general, se perciben forzados en sus inflexiones vocales, gritos, cambios de tono y variaciones de matices exiguos. Se asemejó más a una actuación declamada que interpretada sobre las tablas.

Actoralmente se presenta un cuadro asimétrico. En un montaje con 16 ejecutantes sería ocioso  hacer un análisis personalizado; sin embargo, cabe destacar el trabajo de Michelle Urquieta, como España, aunque no se comprende el desliz de sus mallones negros que tienen una leyenda estampada de “speed” en color plata; y Anna Díaz, interpretando a Bariato, que trastorna hasta el llanto con su heroica interpretación final: ejemplo de dignidad  y “resistencia numantina”, exaltación del valor patriótico ante los embates injustos de la hegemonía. 

Quizás convendría recordar Numancia en estos momentos agresivos del “demonio anaranjado gringo” contra nuestra soberanía. En contraparte, la actuación de Kevin Llanes se queda sin recursos desde la primera escena: imposta la voz, suena gutural, esforzado y carraspeado. Se le extravía la plasticidad corporal y acude, en todo momento, a un brazo extendido con una palma que en un principio parece un recurso potente, pero que pronto se diluye en la repetición.

Seria interesante que alumnos de una escuela de alto rendimiento actoral se aproximaran a dispositivos ficcionales que trasciendan el misticismo de obras como ésta, y realizaran reinterpretaciones críticas que les permitan dialogar con el contexto contemporáneo. Los temas están a mano. Sólo basta rascarle un poco al caleidoscopio de problemáticas globales y transgredirlas. Al final,  seguro podríamos encontrar mayores ecos en una revisión medianamente arriesgada que en un producto decimonónico, aletargado y sujetado al canon teatral.

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