Notas en torno al poemario “Inmóvil en el viento”

El viaje del aprendiz en la poesía de Manuel Tejada Loría.*

 

1.- Luciérnagas de mar

Un antiguo novio de mi hermana era buzo. Fue él quien por primera vez me habló de la zona abisal de los océanos. Entonces yo era un niño y escuché fascinado acerca de la existencia de un lugar, profundo, profundo, donde ni siquiera llega la luz del sol. ¿Has buceado ahí?, recuerdo haber preguntado. No, nadie puede.

Algún tiempo después, la ya extinta enciclopedia Encarta me mostró una ilustración donde las tonalidades de azul daban cuenta de la profundidad de los mares. Así fue como visualicé por primera vez el relato del antiguo novio de mi hermana. Ahí estaba representada la zona abisal, la oscuridad de lo inexplorado. Dicen que el azul celeste no existe pero creo que lo que realmente carece de existencia es la tonalidad para nombrar un espacio irreal, fantástico.

Porque, sin “la mirada ciclópea de la luz “y sin vegetación, en medio del frío y las tinieblas ¿Cómo puede existir un ser vivo en el abismo?

Finalmente, con el internet a entera disposición pude ver fotografías de esos seres que abrazan la monstruosidad para sobrevivir. Ahí, atemporales o “fusionado[s] al mineral del tiempo” estos animales son puro instinto de supervivencia. Algunos peces, incluso, se fabrican su propia luz: una luz que no viene de arriba, del cielo; una luz que está hecha de células y de vísceras, una luz de carne y de escamas: Peces bioluminosos como poemas, poemas como luciérnagas de mar con lamparitas para inventariar fantasmas. Manuel Tejada, como los seres abisales, aprende a cantar desde la profundidad oceánica de nuestra condición.

Manuel Tejada Loría/Foto: Miriam Pérez Ballesteros.

El primer canto de Inmóvil en el viento nos muestra a una conciencia que ha sido arrojada a la playa con la oscuridad de las zonas abisales todavía pegada en la voz:

soy esta arena desparramada. Este sargazo

que en medio del pecho finge una herida.

O soy también esta misma herida.

Se trata de una voz agonizante, un cadáver que habla, una ausencia que impregna de dolor la playa, una herida en el paisaje. Como aquel Odiseo irreconocible —“afeado por la salmuera”— que naufraga en Esqueria, la isla del rey Alcínoo luego de sentir que “su corazón morir barruntaba”.

La voz lírica de este primer canto viene de las profundidades del dolor. Algo se ha perdido entre las olas:

Algo de mí,

un botón, una nariz, una sandalia,

el crayón con que solía escribir mi nombre

en las paredes de los barcos, la galleta que escondía

en el bolsillo inquieto del pantalón, algo,

alguien se perdió para siempre en el naufragio

Pero el naufragio no es un acto sino una condición para la conciencia que nos habla desde los poemas del primer canto. Una condición de desamparo que, sin embargo, anuncia un parto ¿Qué puede nacer desde el sargazo y la tristeza, la sal y la desolación? ¿Qué alumbra la soledad de la playa y sus despojos? ¿A dónde va este viaje inmóvil de ida y vuelta mineralizado en el tiempo?

Ilustración del Ichthyostega.

 

2.- La superficie ilusoria

Hace poco mi abuelo decidió colocar un cuadro en su habitación. Quería, dijo, tener una vista agradable, un paisaje, “algo de mar”. Le mostré varias imágenes a través del teléfono y eligió un cuadro de Turner en el que un viejo barco de velas es remolcado hacia el astillero: el último viaje de una nave que ha perdido su utilidad. A un lado el crepúsculo que seguramente tantas veces el barco vio en altamar, ahora atestigua el final.

El segundo apartado del libro, titulado “Humo y espuma”, es la crónica no de un viaje, sino de un andar a la deriva. La voz que nos habla desde los poemas de Manuel Tejada sabe que navegamos sabiendo que no habrá tierra posible a la cual llegar: flotamos en la existencia, sin sentido, sin dirección, (buscando ¿qué?) con los instrumentos de navegación, inútiles todos, a nuestro alcance.

Una bitácora, un catalejo, una brújula, un astrolabio, un sextante. Navegamos y nos damos cuenta de ello; navegamos por el tiempo más que por el espacio: pesan la vida, los años, el deterioro; la sal corroe, los cuerpos se oxidan. Como el barco del cuadro de mi abuelo, la voz lírica de Inmóvil en el viento está cansada, se descascara en la conciencia de la finitud y el sinsentido mientras solamente fuma, inhalando y exhalando humo como si con la respiración se marcara el paso de los segundos que se extinguen como la espuma, el pneuma del mar:

La salinidad de los años. Son

las manos que tuvimos que soltar,

los silencios untados en el ataúd,

el desprendimiento brutal del último beso,

el naufragio por no saber partir

Las marcas que deja el tiempo son como “todo lo que en tránsito se ha pegado…” a la carena. ¿Qué buscamos a través de un catalejo si no hay tierra posible? ¿Para qué la brújula? ¿Qué distancia real puede existir entre lo que miramos y la soledad de las aguas? Y de pronto, ahí, en medio de la zozobra, en el horizonte del poema “un ser/ emergido de las profundidades del universo,” aparece: ¿sirena o espejismo? ¿O acaso son lo mismo?

Durante su viaje de regreso, dos veces se encuentra Odiseo con las sirenas. La primera vez asiste al encuentro de esos seres monstruosos que matan a través del arrobo que causan el canto y la belleza. El segundo encuentro sucede mucho tiempo después cuando todos los compañeros de navegación han muerto y el héroe ha zarpado desde la isla de Calipso luego de pasar varios años ahí. Poseidón le hace naufragar y Odiseo pierde sus fuerzas en medio de la bravura de las olas aferrado a un pedazo de madera. Ahí aparece Ino, “de hermosos tobillos”, una ninfa marina que le pide que deje de aferrarse, que se suelte de la madera y sobrevivirá. Pero Odiseo duda, desconfía de los dioses y de cualquier divinidad, desconfía, sobre todo, de sí mismo. Y se aferra a lo único que lo mantiene a flote. Finalmente, cuando al náufrago no le quedan fuerzas ni voluntad ni esperanza, se deja sumergir e Ino lo ayuda a llegar a tierra.

Pero, ¿Cuál es la naturaleza de la sirena que aparece en Inmóvil en el viento? De “cabelleras altisonantes, rojas”, que reflejan su doble naturaleza porque son: “áureas como cenit de este medio día, / oscuras como el sargazo que nos espera”. Es alada e inasible como el colibrí, “materia del aire” como una exhalación de humo (o de espuma).

Siempre las imaginaron los navegantes y las proyectaron sobre las olas pero las sirenas son nuestras, están adentro. La voz que emana de estos poemas lo sabe: “Tampoco hay sirenas posibles. Nada/ ni en la escritura de las viejas bitácoras/ puede existir una doncella de mar”.  Pero sí existen las manufacturas del dolor o las formas falsas de la esperanza: “Qué extraña manía de añorar/ lo que nos mata”. Y sin embargo, ¿podemos decir que tenemos algo más que espejismos?

Registro fósil del Ichthyostega.

 

3.-  Primeros pasos

No es el final. Mi abuelo no escogió el cuadro de Turner porque se sentía como el viejo barco de velas remolcado. El que hizo esa asociación fui yo. A él, simplemente le gustaba el mar. Contrario a lo que uno podría suponer, el final del libro de Manuel Tejada no nos deja inmersos en un agujero negro acuático. Una vez que ha pasado la tempestad, con sus espejismos y su sed, con su dolor y su salinidad, en los últimos apartados del libro, el poemario resignifica sus elementos y lo que antes fue muerte ahora también es un origen:

 No te expulsa el mar. Estás naciendo.

 La sal es el alimento primigenio

 de los que nacen en el mar.

El aprendizaje que nos dejan las muertes cotidianas de la vida convierten al animal mitológico que nos habita en un animal histórico; La sirena deja de ser tal y se transforma en un ichthyostega: un pez que aprende a caminar, el primer espécimen en pisar tierra firme. Una especie de híbrido capaz de nadar en las aguas que lo arrojaron y al mismo tiempo apto para dar los primeros pasos en un mundo desconocido. Es una imagen que surge desde lo profundo de la conciencia del hablante, poderosa metáfora que alude tanto a los orígenes de la humanidad como a la evolución y la adaptación a la vida. Nos preguntábamos al inicio ¿Qué puede nacer desde el sargazo y la tristeza, la sal y la desolación? ¿A dónde va este viaje inmóvil? La imagen del ichthyostega se constituye como respuesta.

Mitad fábula, mitad historia, este animal que pertenece y no pertenece al mundo, conjuga nuestros anhelos más celestes con nuestras necesidades más primarias. Y entonces uno no puede sino imaginar, como se imaginan las sirenas, a este pez aprendiendo a caminar, ahí enredado entre las raíces del tiempo, escurriéndose en medio de la tierra y las plantas y los gusanos y las piedras; en medio de las flores y las resinas y las babas, sintiendo la perplejidad de estar vivo, abrazando su monstruosidad y la interrogación de estar aquí, rodeado de una belleza muda y amenazante. El acto de aprender a caminar como única respuesta posible ante los avatares existencia:

Ya van mis pies sobre la tierra

a rastras, como mis palabras al vuelo

todavía aprendiendo

Todavía.

*Este texto fue leído en la presentación del poemario el 24 de agosto de 2018 en el Centro Cultural José Martí.

Compartir artículo:
More from José Castillo Baeza
La suma de sí, la suma de todos…
La Universidad Modelo cumple 20 años No siempre reparamos en que existen...
Read More
Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *