Renace Tchaikovsky en el violín de Shari Mason

La OSY se sobrepuso con oficio al apagón nocturno.

De los grandes compositores pueden escribirse enciclopedias sobre sus vidas y legados. Algunos son medianamente famosos; otros no tanto, pero Tchaikovsky axiomáticamente es uno de varios que lideran la aceptación popular. En su vida profesional hay toda clase de señalamientos sobre la cobertura de su obra, que si bien no está clasificada como nacionalista, en muchas ocasiones se puede percibir el espíritu folklórico de su madre Rusia. Tiene una suprema tendencia para enaltecer valores humanos y pasiones, sin estar clasificado exclusivamente como romántico. Eso lo sitúa en un aura difusa, una ubicuidad que le mereció el pedestal que ha gozado, desde el aplauso en sus días sobre este planeta hasta hoy.

Tchaikovsky, sin estar dedicado a violinista, compuso su Concierto para Violín opus 35 basándose meramente en sus dotes como melodista. En este incluye un amplio cuadro de habilidades técnicas, requisitos forzosos para cumplir sus aspiraciones expresivas, que en compendio le sirven para explotar todas las posibilidades del instrumento -al punto de la exageración- así como todas las posibilidades musicales en el tema de la expresión. Esa demasía fue recreada espléndidamente por el violín de Shari Mason, invitada los días 5 y 7 de este calurosísimo abril de dos mil diecinueve, para el programa noveno de la temporada XXXI, que está a muy poco de llegar a su fin.

Desde los primeros compases del extenuante primer capítulo, los matices que posee la maestra Mason fueron suficientes y bastantes para la densidad de una obra que solo puede definirse como maravillosa. La Orquesta Sinfónica de Yucatán, siguiendo la batuta de su director titular, fue impetuosa y dulce según lo requerido por el genio ruso, describiendo impecable la sutil belleza de una melodía tras otra, encerrada en las frases de la obra. Los alcances sonoros del primer movimiento -inagotables- por momentos podían percibirse como intensidades de ópera. Se destacaba la contestación orquestal hacia la solista, crecida como otra orquesta por cuenta propia, para crear un diálogo de niveles portentosos, al grado que hasta los miembros del anticoncierto quedaron perdonados por su obstinada tendencia de aplaudir en cualquier momento, según los dictados de la emoción que rige sus vidas: por esta vez sí coincidieron con la explosividad del primer episodio.

En el Andante, segundo movimiento, el canto ruso suena elevado en un aspecto distinto, contrastando con lo anterior. A una y otra cadencia, como recuerdos de un tiempo mejor, el canto de Shari Mason era diáfano con el acompañamiento preciso, en equilibrio esperado pero siempre sorpresivo -como la intromisión del tercer movimiento-, que repentino marcó una nueva dotación de virtuosismo, cabal a manos de la invitada y de la orquesta que se adueñó. El público, sincero en sus grandes ovaciones, se sostuvo de pie para agradecer una interpretación que, parafraseando a Beethoven, estuvo llena de pasión aunque un par de notas se hubieran quedado a medio camino.

La segunda mitad abrió con “Una Noche en la Árida Montaña” de Modest Mussorgsky, famosa por la versión de su colega Rimsky-Korsakov, que la extrajo del piano para volverla sinfónica, hacia una expresión más cercana al estilo de Paul Dukas que del famoso quinteto de rusos exponentes de su nacionalismo. A lo largo de su desenvolvimiento, la obra gozó de ser interpretada con suma veracidad, rimbombante hasta en los detalles más sensitivos de su poética.

La OSY lució su mejor empeño, desde las bases percutidas hasta el glorioso gorjeo de su piccolista Victoria Nuño, parapetada con eficacia por las secciones de metales y maderas. Los afanes puntuales de trombones y trompetas surtían su efecto emocional, compartido por la cuerda y un imprevisto halo de santidad mediante el discreto carillón. Las notas apaciblemente largas del clarinete precedieron el disparo final, de acentos heroicos y de prisas por consumar el crescendo a cañonazos.

El cierre trajo el exuberante discurso de Igor Stravinsky. Tan ruso como los anteriores, su lenguaje es completamente nuevo pero fascinante. El esquema de suite del “Pájaro de Fuego”, su aportación más célebre, trajo una colección de sonidos brillantes, embelesadores que nunca perdieron su efecto, incluso en los compases perdedizos en la oscuridad, gracias a un apagón -el segundo del día- que pudo dilatarse un par de minutos antes de reanudar la sesión -a media luz- desde la “Danza Infernal del Rey Kastchei”, precedida por la “Ronda de las Princesas” y, a su vez, por una variación del tema que intitula a la obra, para esta ocasión obviamente exenta de ballet.

Los acordes hilvanados del “Berceuse” hacia el “Finale” dispusieron una curva emocional que culminó en sonoridad intensa, llena de armonías caudalosas y ganadoras del reconocimiento de la audiencia, sobrepuesta al desaliento de los minutos en penumbra. Stravinsky triunfó tal como lo hicieran sus predecesores, cada cual a su estilo propio. La Sinfónica de Yucatán ofreció una noche plena en el sentido musical, gozosa al añadir como anécdota un incidente bien superado. Los músicos, propios y ajenos, estuvieron a la altura del repertorio, sin contenerse ante sus grandes proporciones, como no fuera para expresarlas en la medida de su grandeza. ¡Bravo!

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