Rusia 2018: La efímera nostalgia del mundial que se fue

CERRADO POR MUNDIAL (PARTE IX, FINAL)

“La nostalgia verdadera es una composición efímera de memorias desconectadas”. Florence King

Cuando estas líneas lleguen a sus ojos es muy probable que hayan pasado algunos días desde el final del Mundial de Rusia. Todos habremos regresado a nuestra rutina cotidiana, a nuestras vidas normales y comunes pero, espero, no tan corrientes. La vida habrá seguido su imparable curso y lo que vimos por nuestras pantallas de televisión durante los últimos quince días de junio y los primeros quince de julio será tan solo uno más de los cientos de recuerdos que viven en los rincones de nuestra memoria. Asumo que quizá lo recordaremos en alguna plática futura o cuándo algún jugador de los que participaron en la justa futbolera del 2018 haga algo por lo que valga la pena recordar su participación en aquellos campos rusos.

En resumen, pasa lo de siempre: uno se siente algo extraviado cuando enciende la televisión y los resúmenes mundialistas –que hemos consumido por horas y horas, aunque todos hablaran de lo mismo– han dado paso a la programación deportiva de siempre. Y entonces se hace un esfuerzo enorme por comenzar a interesarse por las temporadas que están por iniciar, aunque en el fondo desea con todas sus fuerzas regresar en el tiempo y volver a vivir esa particular expectativa que genera un Mundial de Fútbol. Pero no hay remedio ni puerta que te regrese en el tiempo y se tiene que enfrentar la inevitable realidad. Roberto Gómez Junco describía esa sensación en un grandioso tweet: “¿Alguna pastilla que ayude a pasar de la Copa del Mundo a la Liga MX?”. Si alguien la conoce que se la recomiende a él y también a este nostálgico escribidor trasnochado.

Pero la memoria aún tiene ese aroma a frescura que suelen despedir los recuerdos más recientes. Así que recapitulemos un poco: Francia ha obtenido su segundo campeonato mundial de fútbol. Lo lograron ganando todos sus partidos y desplegando un juego práctico, apoyado en sus grandes individualidades y en un director técnico como Didier Deschamps que supo acomodar a sus piezas para que cada engrane de las mismas hiciera que la maquinaria francesa funcionara perfectamente. En la final, se impusieron a ese equipo que terminó robándote el corazón por su coraje y entrega, por las historias de sus jugadores y por el lindo fútbol que llegaron a desplegar. Nada se le puede reprochar a la sorpresiva selección de Croacia.

Tuvieron en Luka Modric al mejor jugador del torneo y pelearon hasta el último minuto en una final que terminó ganando la selección gala por un marcador de cuatro goles a dos que, como dicen los comentaristas más avezados, “no reflejó lo que sucedió en el partido”, pues por momentos los croatas dominaron el partido exigiendo que los franceses se emplearan a fondo para ganar la copa. Terminó por suceder también lo que habitualmente sucede: la copa se queda en las manos de un grupo de selecciones, un club selecto del que prácticamente es imposible formar parte. Francia lo había conseguido en 1998, veinte años después de que Argentina pasara a ser parte de los campeones del mundo y 12 años antes de que España lograra finalmente inscribir su nombre en el conjunto de selecciones ganadoras.

Otras selecciones que lograron tener un alto nivel de juego, como los propios croatas o la selección de Bélgica, se quedaron en esa antesala a la que suelen llegar muchos equipos que logran conjuntar un buen grupo de jugadores, que pasan por una gran fase previa a la copa y que deslumbran por su buen despliegue futbolístico en las canchas mundialistas, pero que terminan topándose con un equipo de los de siempre para ver frenada su aspiración de convertirse en campeones. Ocurre en cada edición de la justa, así como también con cada mundial sobreviene esa fe, esa esperanza de que ahora sí veremos a un nuevo campeón del mundo y, tal vez con un poco de suerte, ese campeón sea la selección por la que uno hincha con renovada pasión futbolera.

Eso es finalmente lo que constituye el principal motor de cada torneo: la esperanza, la posibilidad de que lo inesperado termine por imponerse. Por eso la nostalgia suele apoderarse con mayor fuerza del aficionado futbolero cuando cae el telón de una Copa del Mundo. Porque se extraña el acto de creer, el de soñar, el de crearse una ilusión que permita que por un puñado de partidos uno pueda acercarse un poco a eso que se conoce como felicidad. El de Rusia ha sido un gran mundial. Un torneo lleno de grandes encuentros, de emociones gigantescas. Fue imposible no emocionarse con el fútbol que se desplegó en las canchas de San Petersburgo, Ekaterimburgo o Moscú. Las selecciones se esforzaron por brindar un espectáculo deportivo sumamente digno y que superó cualquier expectativa.

Partidos como el Colombia vs Inglaterra, el Croacia vs Rusia o el Bélgica vs Japón van a ocupar un lugar muy importante en los anales que resguardan la historia de los grandes partidos de los mundiales. En Rusia quizá vimos a Lionel Messi jugar su último mundial, vimos también la despedida mundialista de un gigante como Andrés Iniesta. Fuimos testigos del primer gol panameño en un torneo de esta naturaleza y también observamos con emoción el regreso de una selección peruana que lamentablemente no corrió con ese gramo de suerte que a veces es necesaria para lograr una buena actuación en una Copa del Mundo.

Fuimos testigos de la coronación de Modric como uno de los más grandes del momento, de la pronta caída de Neymar de un pedestal al que aún aspiraba a llegar y del nacimiento de la verdadera estrella que puede tomar en un futuro no muy lejano el lugar de Messi como el mejor del planeta: Kylian Mbappé. Y claro, también vimos cómo México nos ilusionaba al ganarle –nos enteraríamos un par de partidos después– a la peor Alemania de la historia y cómo terminaría por brindarnos la misma receta llena de decepción que la selección se ha encargado de entregarnos con cada Mundial.

Por otro lado, el Mundial de Rusia fue un estupendo ejercicio de relaciones públicas para un régimen con muchas características dictatoriales como lo es el de Vladimir Putin. No hubo periódico ni canal de televisión que no destacara la calidez del pueblo ruso, la espectacularidad de sus estadios y la belleza y limpieza de sus ciudades. La política estuvo ausente durante casi todo un mes en Rusia y eso es sin duda un triunfo mayúsculo de la política misma. Fue hasta la final del torneo cuando en pleno partido tres personas ingresaron a la cancha para detener por unos segundos el encuentro. Saludaron a los jugadores, corrieron para tratar de huir de los cuerpos de seguridad para al final ser detenidas y arrastradas fuera de la cancha. Las cámaras de televisión las tomaron por unos segundos antes de que la censura de la FIFA –que prohíbe que una invasión a la cancha sea mostrada en las pantallas en cualquiera de sus torneos– hiciera su trabajo y desviara la atención hacía otro lado del estadio.

Luego, la prensa reportaría que se trataba de una protesta hecha por las integrantes de Pussy Riot, la banda de punk que se caracterizado por denunciar los abusos cometidos por el gobierno de Putin y la falta de libertades civiles en Rusia. Fueron tan sólo unos segundos pero los suficientes para volvernos a la realidad de un país en el que las minorías sufren de constantes violaciones y que ha aprobado leyes homofóbicas. La FIFA y su eterna doble moral, pide respeto y mira hacia otro lado cuando organiza su torneo en un país que le garantiza grandes ingresos. Ahí viene Qatar en donde las denuncias de abusos contra trabajadores que laboran en la construcción de los estadios han sido constantes y en donde las mujeres sufren de grandes violaciones a sus derechos más elementales.

El despertar fue violento y, a unos días de la finalización de la Copa del Mundo, existe una lucha entre esa nostalgia que viene cargada de los lindos recuerdos mundialistas y esa parte de la memoria que se empeña en recordar que el fútbol es un negocio y que, en pos de los euros, prefiere ignorar la situación política de los países que son sede de su torneo o de aquellos que son miembros de FIFA y en donde también ocurren actos que distan mucho de los ideales que toda competición deportiva debe representar.

Pero así son las cosas. Hace unos días que el Mundial terminó y aún es posible que se trate de revivir esos recuerdos que aún permanecen atados por hilos que, con el paso del tiempo, se irán rompiendo para dar paso a esa característica tan propia de la nostalgia: su fugacidad. El recuerdo del mundial ruso nos visitará de vez en cuando y quizá sonreiremos al recordar un partido, al volver a vivir por un instante el lugar en donde lo vimos, las personas con las que estábamos o la soledad que sólo era rota por la luz y los sonidos emanados de una pantalla de televisión. Por su parte, esta columna quita su letrero de “Cerrado por Mundial” para regresar a sus temas habituales. Guardaré el cartel por cuatro años con la ilusión de que en diciembre de 2022 la vida me permita colgarlo de nueva cuenta sobre estas letras y compartir con todos ustedes, queridos e inteligentes lectores, la alegría y la tristeza provocadas por una pelota que rueda por campos hermosos, lejanos y tan efímeros como la memoria misma.

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