“Himenópteros”, un cuento de Carlos G. Camuzzo

En este cuento de Carlos Gómez Camuzzo, un hombre evoca los sinsabores de sus triunfos y de sus fracasos, al tiempo que espera el regreso de su esposa y su hija de casa de su suegra. Pero mientras paladea los efluvios del alcohol, unos insidiosos insectos hacen su aparición...

Al mediodía estalla la borrasca y rompe tu sueño. Contrariado, flotas semidormido rumbo al baño donde descargas, durante larga micción, remanentes de la noche en Paradise, el night club del primo Charly. Sacudes con vigor tu flacidez y ensayas frente al espejo una sonrisa que inflama tus cachetes y oculta parcialmente los ojos. Le hablas al cristal azogado: qué hijo de la gran puta eres, Licenciado Gavilán. El rostro en el interior del espejo te hace dudar; él sabe que tu éxito profesional implica anonimato, sucias diatribas, escamoteos legales, manipulación, pero no es suficiente. A otra persona le bastaría con el uso que le das al Artículo Catorce, Párrafo Segundo de la Constitución Política, pero a tus ambiciones le faltan lentejuelas; el espejo te grita que necesitas ser visto y admirado.

Ya en la cocina, preparas la cafetera para despertar el día. Estás solo en casa, la última discusión con Francesca la hacen partir junto a la niña hacia la casa de tu suegra. Esperas su regreso como otras tantas veces en que ruegas disculpas junto a un caro regalo que le hace olvidar temporalmente tus continuas infidelidades y humillaciones.

Esa última pelea excedió tus límites; cómo aceptarle recriminaciones a quien sacaste de aquel sucio antro donde la viste encuerarse mil veces por una miseria, a cambio de comida, vivienda, paternidad para su hija y satisfacción de lo que denominas extravagancias femeninas.

Un relámpago abre un portal de recuerdos pasados y recientes. Te mueves por el jardín café en mano cuando cesa el temporal, se dilata tu nariz mientras aspiras a todo pulmón el aire marino; disminuye tu resaca, aunque no el enojo que el alcohol ahuyenta temporalmente.

Tu mirada se arrastra por el fino césped y notas que grandes hormigas de un rojo intenso invaden la propiedad contigua. Te preguntas si las guía el instinto o mimetizan la conducta humana, atribuyéndoles una colosal estupidez, porque, en ringlera, intentan penetrar al interior de la casa del vecino con diminutas hojas como absurdo camuflaje.

Mientras deambulas por el exterior, recuerdas aquellos años que anestesian tu conciencia para siempre. Regresa una y otra vez a tu mente el morboso triángulo existencial de odio, alcohol y lujuria de tu padre, ausente de ternura con qué arropar tu niñez. Y el horror escolar de aquel niño obeso, quien sobrevive al humillante trato de los compañeros de clases gracias a la protección del primo Charly, por quien sientes desde entonces un cariño enfermizo. Ahora todo es distinto, porque la vida te ha dado garras y dinero para comprar afectos, y recuerdas las penas pasadas como sucias nostalgias.

El bramido del mar cede a una suave y monótona melodía de espumosas olas, aunque hoy los recuerdos no quieren descansar; irrumpe irreverente el motivo de mayor desazón, tus pretensiones de materializar el sueño de lentejuelas: “escribir” una novela.

Eres hábil manejando resquicios legales, pero careces de talento, por eso pagas a escritores para la obra que sólo llevará tu firma. Los miembros del instituto de las artes y la cultura poseen historias oscuras que manejas con sutiles extorsiones, y organizan un concurso literario en el que, por supuesto, ocupas el primer lugar. Finges sorpresa, te explayas en frases de agradecimiento. El peregrinar por emisoras radiales y televisivas, por ferias y librerías promueven tu bastarda creación. La euforia concluye cuando uno de tus cómplices, resentido por considerar que tu pago ha sido insuficiente, filtra rumores sobre el fraude en los medios literarios.

Culminas tu recorrido por el jardín de los recuerdos y penetras al interior de la casa. Apelas una vez más al alcohol para atenuar la iracundia. Enciendes el aire acondicionado, buscas una botella de tequila y un vaso con hielo, te sientas frente al retrato que cuelga en la sala principal hecho por un mediocre pintor de tu séquito de aduladores y bebes hasta quedar semiinconsciente. La tarde asoma en la playa negando un sol que huye con la tormenta; se acerca una noche clara y llena de silencios. Te derrumbas frente a un sueño convertido ahora en alucinación.

La horda de hormigas ingresa a la sala de tu casa atraídas por el olor de la golosina con la que acompañas la bebida y que escurres involuntariamente por barbilla, pecho y vientre. Los insectos adquieren aspecto humano, blanden garrotes. Uno de ellos, tatuado con decenas de viejas cicatrices y aspecto feroz da la orden de ataque. Intentas gritar, pero tu voz se transforma en susurro. Al fin pronuncias un nombre; aparece Charly, te abraza, besas sus labios, le suplicas protección, pero las hormigas lo arrastran lejos de ti. Las criaturas antropomorfas te infligen dolorosas picadas al tiempo que articulan gritos ininteligibles; tu cuerpo arde, se tiñe de rojo, convulsionas.

Días después, tu hija entra a la casa mientras Francesca estaciona el auto y deja abierto el cofre para recoger sus pertenencias. Al llegar a la sala los ojos de la niña te descubren y el pánico la sobrecoge; tu cuerpo es ahora una masa de un rojo intenso por donde circulan ríos de hormigas.

Una legión de moscas anuncia, desde el interior de tu boca, la salida inminente de una invasión de gusanos, futuros competidores de los voraces himenópteros. Francesca corre detrás de la niña al escuchar sus gritos y la abraza, increpándola cariñosamente …no te acerques, mi amor, es muy peligroso estar aquí, salgamos lo antes posible.

Ya en el exterior, la niña vomita frente al coche, Francesca toma su cabeza y soporta su peso poniendo la palma de una de sus manos en la frente de la niña. Segundos después le pregunta: ¿Te sientes mejor ahora, bamboletta? La niña asiente y Francesca esboza una tímida sonrisa besándola con ternura.

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