La OSY inicia su temporada 2020 con valses y danzas

La Temporada XXXIII arranca en el Teatro Peón Contreras.

Tras cosechar grandes aplausos en las temporadas del año pasado, la Orquesta Sinfónica de Yucatán viene a cosechar triunfos nuevos. El receso brevísimo hizo parecer que fuera cuestión de días estar de regreso al teatro Peón Contreras. Las caras asiduas ocupaban sus lugares de costumbre y nadie escatimó los abrazos del reencuentro. A la vivacidad del momento se añadía, como pista de fondo, el ensayo discreto de fraseos con trompetas alcanzadas por el piccolo de la reina Victoria Nuño. Sobrevendría su imperativo canto a lo largo del evento y no era para menos calentar motores. Era no solo propicio, sino necesario.

Decenas de edecanes recibían al público con amabilidad y con el habitual programa de mano; otros llevaban a sus asientos a quienes permanecían confundidos por hallar su sitio. El proscenio lucía rematado de flores, como marca inicial de la Temporada Enero-Junio 2020, que promete orbitar en torno a Beethoven y otros clásicos, siendo Mozart otro de los prominentes que nadie debería pecar por la omisión de escucharle. El altavoz previo al concierto seguía, fiel a su costumbre, exhortando a apagar los teléfonos celulares y a no utilizar cámaras ni dispositivos electrónicos.

En un pestañeo, la señora Margarita Molina fue recibida con afectuosos aplausos. En su carácter de presidenta del FIGAROSY, hizo el arqueo cultural de cómo la OSY ha beneficiado a Yucatán, al paso de su joven existencia. A sus palabras de bienvenida, el director Juan Carlos Lomónaco apareció en su púlpito, empuñando la batuta por todo lo alto. Era momento de reencontrarse con repertorio de variadas regiones de la Europa decimonónica, a través de creaciones de Smetana, Ponchielli, von Suppé y Strauss hijo. “Danzas y Valses” era título del programa anunciado, una oferta de vigor para iniciar el nuevo año como una fiesta llena de gracia.

Durante la primera mitad, Bedrich Smetana sería escuchado mediante extractos de su segunda ópera, “La Novia Vendida”, una de las obras más importantes para la nación checa, debido al impulso que representaba frente a los logros alemanes, encarnados en Wagner como perfecto adalid. De su obertura – interpretada esta vez como aperitivo de la ocasión- se estableció una sonoridad cálida y efusiva a cargo de las cuerdas. Todo en ellas es frenesí, energía galopante en movimiento perpetuo, marcándose en acentos reforzados de metales y percusiones.

Repentinamente, aquel enorme discurso se hacía silencioso para crecer de nuevo al impacto inicial, esta vez en medio de respuestas de metales humoristas, con el alrevés de las cuerdas al fondo. Juan Carlos Lomónaco, por otros medios, había señalado la compleja interpretación de esta partitura, por su difícil técnica y estuvo en lo cierto: a pesar del esfuerzo entregado, el diálogo instrumental necesitaba el esmero que viene de la maduración. La interpretación puede ser más amplia y más extensa, aunque se tratase de la misma orquesta y del mismo director en diferentes momentos de su vida profesional.

Los fragmentos adicionales -danzas operísticas- de Smetana tuvieron buena fortuna o al menos bastante buena. Una polka, la “Furianta” y la venturosa “Danza de los Comediantes”, fueron proezas con extravíos menores, donde la segunda ocupa un sitio honroso, al ser añadida por el autor tras revisar su trabajo en pos de una configuración nueva. Fuertes ovaciones sucedieron a la interpretación de los fragmentos, justificadas por el emocionante final en todos ellos.

La “Danza de las Horas” de Amilcare Ponchielli es célebre pero poco asociada a la ópera a la que corresponde, “La Gioconda”. Suele ser relacionada a Dvořák, posiblemente por influjo de su ciclo pianístico “Humoresca” o quizá por el linaje romántico que les aproxima. La oleada dancística -lograda con fineza- de esta música, dejaba un espíritu sutil, enhiesto, pero menos agresivo al de su predecesor por los insuperables atropellos del triángulo, que vociferaba insolente durante todo en Smetana; tolerarlo de nuevo, restando amabilidad a Ponchielli, fue tan satisfactorio como una noche de fuegos artificiales para el perro de un milenial.

La segunda parte del concierto, pintada de sutilezas, fue todo un logro. La obertura de “Poeta y Campesino”, opereta de Franz von Suppé y dos valses popularísimos de Johann Strauss hijo -Emperador y Danubio Azul- ilustraron el sentimiento sonoro de un siglo diecinueve que aún hoy refleja sus encantos. A diferencia del dominio en Smetana, el contenido íntegro del segundo episodio se hizo notar -precisamente- por la maduración en cada línea expresiva. Los matices, densos y cordiales. Los diálogos y contrapuntos, labrados con lujo de inspiración. Habría de notarse que, a pesar de las desavenencias cantábiles en la primera sección de violines -casi una costumbre- las melodías grabadas en la memoria colectiva gozaron de una impecable ejecución, lo que favoreció el ánimo general.

Más allá del desgaste que les distingue, los valses brillaron por su presencia, cuidadosa en el detalle -como debe ser- conquistaron el aplauso de una asistencia cada vez más jubilosa por estar allí. Con el misterio aclarado y ganado el premio en cada ejecución, un juego entre público y orquesta fue la gratificación absoluta: la Marcha Radetzky -del Strauss padre- dio lienzo a que los aplausos fueran la regla no escrita, acompañando el estribillo de la orquesta. La sonrisa en todos los rostros culminó en un torrente de aplausos renovados, convirtiendo la experiencia en algo más rico. Sin nada qué pensar, el teatro en pleno hizo música, volviéndose por gloriosos segundos, parte integrante de la Sinfónica de Yucatán. ¡Bravo!

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