Dos perlas alemanas interpretadas por la OSY

Strauss precede a un Beethoven impresionante.

El maestro Juan Carlos Lomónaco, sin necesitar partituras, inició el repertorio anunciado para el octavo concierto de la Temporada XXXI que concluye este junio de 2019. Toda esa música, en plenitud de detalles, ya estaba madura e instalada en su memoria. Así podría asegurar que su batuta describiera cada iniciativa de matices y acentos, desde lo sutil hasta la grandilocuencia, abundante según los dictámenes prerrománticos y posrománticos de Beethoven y Strauss que, giganterías aparte, siempre relucen como luna llena. Pero el vandalismo de la amable concurrencia tendría la última palabra.

La primera parte -muy breve- únicamente incluyó la interpretación de Muerte y Transfiguración. Se trata de un poema sinfónico, creación de Richard Strauss, en el que plasma sus reflexiones de lo que sería el umbral de la muerte para pasar a la siguiente fase, cualquiera que esta fuere, si es que la hubiere. El alma vieja de aquel compositor de veinticinco años, profunda y densa iba surgiendo repartida en voces -puesta en atriles de sinfónica- para formar un concepto que mereció cada aplauso recibido. En sonoridad creciente la orquesta reflejó, del símbolo a la práctica, una precipitación de poesía convertida en música. Fue llovizna acopiada en torrencial, que una vez terminado se difuminó en ritornello resolviendo aquella amplitud lograda de la nada.

Para esta ocasión, hubo motivo de preguntarse si quince minutos de intermedio pueden ser menos; como diez, liquidando lo estipulado en programa de mano, cortando la oportunidad de acceder a la sala, según lo ordene algún reloj de batería baja. Las enormes puertas cerradas, en sorprendente gesto de buena fe, se abrieron los milímetros suficientes para estar de nuevo allí, a presenciar el milagroso surgimiento de Beethoven, redivivo en melodía y acordes. Esa sinfonía suya, la tercera, que tuvo u obtuvo alguna inspiración napoleónica, es una perla alemana como cualquiera de sus hermanas de precepto. Describirla en su estructura es posible; bastaría señalar las partes que la componen con palabras italianas como adagio, allegro, scherzo. Lo que no es posible es intentar una descripción de su contenido en el sentido artístico, pero además emocional, que encierra.

Beethoven es un misterio, como otros compositores que aparecen en las enciclopedias y en los repertorios de las orquestas todo el año, todos los años. Para él es sencillo atrapar con el ensueño de sus armonías, en una manera que está vetada a los poetas. Es capaz de hablar como en voz baja, serena, con la gracia de niño que lo ha definido desde el primer día. Es suya la autenticidad de sus nostalgias y sin mayor gestión, puede cambiar instantáneamente reconviniendo con toda la fuerza disponible, para seguir demostrando que -finalmente- la música no es alimento para el oído. Es para el espíritu, siempre que se tenga uno. En el allegro molto, su episodio final, hace un guiño a Mozart, tal vez como homenaje o como impulso final a una etapa que cambiaba para siempre y que él mismo, Beethoven, propiciaba. En parte, eso lo hace indescriptible. No hay palabras.

La suma de los tales elementos abruma. Y sin embargo, hay detalles que no trascienden para algunos, cuyo estado básico les impide ver más de un color en el cuadro. Esa labor de vida para formar a un violinista, a un oboísta o a cualquiera que responda los pedidos del compositor, puede pasar desapercibido para cierta clase de personas. Lo mismo puede decirse del director, que puede quedar desvaído por una absurda ceguera, aún cuando haya dedicado su existencia a entender -y a continuar entendiendo, por medio de la praxis y del estudio- lo que intentaba decir el compositor en un pasaje; o en un compás o con un acento, para transmitir su memoria a través de una orquesta hecha de gente muy bien entrenada. Y no importa si se trata de un compositor u otro, si el legado de alguno ha trascendido o inicia apenas el recorrido por haber sido compuesto hace un siglo. No importa la disposición del sitio, ni el descomunal esfuerzo artístico y administrativo que significa organizar y realizar una temporada tras otra de música sinfónica.

Lo importante para cierta gente es comportarse igual que en un espectáculo de carpa, haciendo ruido con el celofán de sus golosinas, que en el sublime pasaje de marcha fúnebre, suenan groseramente amplificados; a esa cierta gente le importa muy poco si contamina con el timbre vulgar de sus teléfonos y agraviar con la luminosidad de sus pantallas el ansiado sosiego de la sala; a esa cierta clase de gente solamente le importa el intercambio de inagotables murmullos en voz baja, cuando es momento de callar y de escuchar y de vivir la presencia de obras que solo la Providencia sabe cómo pudieron ser creadas. Para ellos es mucho pedir que estando rodeados de otros que desean disfrutar el arte de la Música, demuestren educación, por lo menos la que aparentan.

Sí, parece que es mucho pedir se percaten que no están solos. Alguien podría argumentar que en medio de la libertad en estos tiempos, cualquiera puede ser y comportarse según le dicte su naturaleza; que la libertad se respeta y expresiones del estilo. Pero respeto merecen el director, la orquesta -el Figarosy que la gesta-, el resto del público. Y por supuesto, aquellos que dan luz a los atriles, porque la iluminación viene de sus composiciones y no solo de la instalada en el bello decorado del teatro. La música, quizá no solo en el Peón Contreras, debe luchar todas las veces contra el embate de aquellos que van únicamente por tomarse fotos para esa anodina costumbre de las redes sociales: vaya un exhorto de agruparse en el centro de reunión -un parque, una plaza comercial o de carnaval- que vaya acorde a sus necesidades de vida social. A la orquesta y a todos detrás de ella: un aplauso sincero, unido a la esperanza de ocasiones mejores, para gozar el brillo de los genios que habitan en sus instrumentos. Por su calidad, gracias. ¡Bravo!

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