Saint-Saëns y Rimsky-Korsakov trascienden con la OSY

Michael Severens y Gotcha Skhirtladze brillan con luz propia.

Mérida es observada mundialmente en estos días. Es la segunda mitad de septiembre de dos mil diecinueve. La visita de autoridades federales y personajes premiados con un Nobel de la Paz ha sido escenario de mensajes que reiteran este tópico utópico, con un saldo menor frente a la presentación de un cantante famoso, cuyos asertos para la comunidad sexualmente diversa son celebración más allá de lo recreativo, cuando exploran accesos alternos para sus ideales, hacia un mayor impacto social. En un sistema de calles empequeñecido por restricciones oficiales, la circulación de por sí complicada, torna en pesadilla por labores de mantenimiento a la señalización y demás obras simultáneas, impropio para los momentos notables de estas fechas.

A vuelo de pájaro, Mérida es tornasol y sería impropio negar el ambiente festivo que despierta. Hay movimiento y participación, finalmente distintos del pasado. Para muchos, es como una adultez ciudadana -si no manifiesta- quizá ya en sus primeros indicios. Para otros, es solo bullicio. En este marco, la Orquesta Sinfónica de Yucatán lanzó la invitación a disfrutar su segundo programa de la temporada septiembre-diciembre, ambivalente por su densidad y por su ligereza. Una dupla de compositores geniales fue designada para una noche de vahos calurosos y de todo ese embrollo de actividades, que nada tienen de ordinarias.

Camille Saint-Säens fue recibido en la primera mitad del evento, con dos obras exactas para una apertura enérgica. La “Danza Bacanal de Sansón y Dalila” -tomada de su ópera- y el resto del repertorio, tuvo para la ocasión al concertino Gocha Skhirtladze. La bienvenida del director Juan Carlos Lomónaco, le hizo pasar de las palabras a la batuta en un alarde -el de costumbre- de precisión y belleza. Aquello era un compendio de recursos rítmicos, con una melodía engañosa que se impide a sí misma una resolución, trenzada por todas las secciones, incluidos golpes macizos de leños de arco* y maderas sincopadas en ostinato** para embellecer las frases largas de la cuerda, profusa toda de percusiones crudas y metales empeñados en sus amplitudes. La españolización fue la constante curiosa para un tema que, por bíblico, pretendía ser medio oriental. A manos de un francés, geográficamente era lo más lejos que pudo llegar.

Como suele suceder, a cada concierto asiste un solista de casa o un externo, que permite volver a escuchar alguna perla del amplio catálogo académico. El “Concierto para violonchelo No. 1, Op. 33”, nuevamente de Saint-Säens, trajo como invitado a Michael Severens, maestro de la Orquesta Sinfónica de la Universidad en Guanajuato. Para su ejecución, la exigencia es lo más cercano a una proeza deportiva. El compositor, acostumbrado a deslumbrar desde la infancia, destaca vigorosamente cada fraseo, en el punto más elevado de virtuosismo. Saint-Säens es filigranesco en sus obras, a sabiendas -quizá- de que no aportaba innovación, ceñido como estaba a las formas de su tiempo. Su brillo y sonoridad permanecen dentro de esquemas clásicos, sin alcanzar estándares contemporáneos, donde los triples fortísimos tienen una presencia de seguro habitual.

Con el sobresalto en las primeras armonías, Severens se concentró en una interpretación particularmente suya, en un intento tras otro de que el corcel entendiera cuál es su papel. Algunos respingos de cuidado producían un sincero cansancio, con frases terminadas a cuentagotas, completamente normal, si se considera el inmenso vigor requerido. A cambio, el Allegretto con moto, segundo de tres movimientos, enfatizó su belleza por la calidad expresiva del solista. Fue un paseo con momentos de profundidad, siempre -eso sí- con el paso marcado para ceder a la parte final, que refrenda el acompañamiento excelente de la OSY, cediendo velocidad y revuelos en los puntos exactos, buscando el equilibrio sonoro y hallándolo sin el menor tropiezo.

Los problemas empezaron en la segunda mitad de la noche. Un sufrimiento paulatino se hizo galopante sin que alguien aportara una solución. Los fulgores de “Scherezada, Op. 35” de Rimsky-Korsakov, iniciaron tras un necesario cuarto de hora, mientras los ajustes técnicos permitían la nueva configuración orquestal. Como había anunciado el maestro Lomónaco, se esperaba una sucesión instrumental diversificando, en canto de solista, un tema planteado y vuelto a plantear en graciosas repeticiones. Eso se esperaba, salvo por ciertos individuos -obviamente villamelones- que llegan a espacios artísticos poseídos por sus teléfonos celulares, alguno de los cuales seguía lanzando su detestable sonido tras haberse iniciado la interpretación.

Sin embargo, lo peor del anticoncierto estaba por manifestarse. Las preciosas ilustraciones dancísticas, engrandecidas milimétricamente, de pronto empezaron a quedar contaminadas por un ruido pertinaz, de grosera omnipresencia, que parecía provenir de todas partes y de ninguna en especial. Era un chirrido, a veces golpeteo, de partes metálicas adheridas quizá al sistema de aire acondicionado, que cubrió con su manto deficiente a la audiencia las casi dos horas de permanencia; o quizá el ruido provenía de alguna zona entre las piernas del escenario o de palcos o de asientos o sabrá Dios de dónde. Los pasajes más dulces de “La princesa Kalandar” quedaron arruinados, con la milagrosa salvación de los solos de violín, cuya exquisitez fue ofrecida por el maestro Skhirtladze en bandeja de plata. La orquesta, surgiendo como mágica, seguía atenta al diálogo musical, sobreponiéndose a los destrozos sonoros de aquel estropicio.

 

Los episodios de la obra, esforzándose en su trazo, avanzaron sin duda bellísimos, con los descuellos del arpa, del oboe, del clarinete, hasta las cotas del “Festival de Bagdad” donde la partitura, por suntuosa, pudo despuntar al ambiente marchito por el infame rechinamiento. Los cornos y la élite de sus vecinos metálicos ensamblaron un espectáculo al desplegarse con brío, aunque los rostros enrojecieran peligrosamente al punto de temer algún desmayo. Repentinamente, el compositor hace regresar todo al encanto inicial, cediendo la delicadeza del primer violín para cumplir el danzante discurso, con los enunciados discretos de los demás.

Una ovación surgió impetuosa. El gran vitoreado fue el concertino, Gocha Skhirtladze, que demuestra su elevada preparación pese a las pocas oportunidades en cada temporada, por una extravagante disposición del organigrama. Integra como nadie a su sección y se desmarca de esta según esté indicado, con un resplandor que merece reconocimiento. La gente de pie continuaba aplaudiendo a quienes destacaron sus pasajes, al conjunto en pleno, a la destreza de la mano con batuta. A pesar de todo, entregaron una experiencia valiosa para la mayoría, que pudimos percibir el encanto de un costumbrismo ruso sin la gastada consonancia de Tchaikovsky. ¡Bravo!

*Col legno, técnica que exige tocar con la parte de madera de los arcos.

**Nota o frase repetitiva.

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