El violinista oaxaqueño Osvaldo Urbieta triunfa con la OSY

Con un repertorio compuesto de Ravel y Saint-Saens, el violinista Osvaldo Urbieta se granjeó el aplauso del respetable siendo acompañado por la Orquesta Sinfónica de Yucatán en sendos conciertos que tuvieron como colofón a Mozart. ¡Bravo...!

El quinto repertorio de la temporada treinta y siete puso en la balanza un reencuentro con el violinista Osvaldo Urbieta, que recibiera los aplausos de Yucatán hace algunas temporadas y la privilegiada inteligencia de Mozart, que nuevamente colmaba un programa de la Orquesta Sinfónica de Yucatán. La configuración del concierto quedaba entonces con una primera mitad hecha de dos obras de Ravel y una de Saint-Saëns.

La “Pavana para una infanta difunta” fue el dulce motivo de inicio. Ravel, acostumbrado a desplazarse por los recursos sinfónicos como tratándose de su lenguaje natural, nunca es aparatoso sino gentil en su doliente armonía. Mueve a la ternura y da en el punto preciso. Tratándose de un tema de despedida, es curioso que haya sido seleccionado para saludar. Quedó, sin embargo, adecuado para abrirse paso a lo explosivo por venir.

La interpretación de “La infanta difunta” habría sido del agrado de Saint-Saëns, pese a que nunca estuvo de acuerdo con las vanguardias de un siglo que tuvo la desgracia de transformarle su mundo entero. Las gimiolas del concertino guiaban a la cuerda alta, ejerciendo un sentimentalismo capaz de enorgullecer al viejo genio, como una fragancia floral vertida sobre las flores. Ese encantamiento trajo los resultados esperados: el aplauso convencido de la asistencia, veía como buen augurio las cosas más emocionantes que vendrían a continuación.

Y no erraron. El diestro oaxaqueño trajo una aparatosa propuesta. Se armó de partituras enormes, repitiendo a Ravel y cerrando con Saint-Saëns. La “Tzigane*, Rapsodia para violín y orquesta” es una obra gitanesca -su nombre lo dice- hecha del frenesí bullicioso de un pueblo sin tierra, pero que hizo de la libertad su drama y su comedia. La pieza no tardaría en mostrarse como el toro salvaje que es. Bufa al principio como un lamento inagotable, casi una póliza de amargura. Súbitamente, cambiará al carácter opuesto, insospechadamente feliz. En los acentos está el detalle. Y en las arcadas también, porque de ellas se consisten los acentos.

De pronto, es Ravel quien toma de la solapa al solista y lo azota contra sus fraseos, como tratándose de un reclamo que no tendrá sosiego. El violín hace todo a su alcance y avanza mucho. Sale casi sin daños de aquel choque eléctrico, perdiendo jamás la figura. La afinación perfecta fue un símbolo de su triunfo, ante tan dura prueba autoinfligida. Claramente, puso de pie a la concurrencia, que aplaudía sin salir de su ensoñación. Permanecerían así, por causa de Saint-Saëns.

El tema “Introducción y Rondó Caprichoso” lo mismo disuelve zapateando sobre un piano que sobre una sinfónica. Es un ejemplar de arrebatos, que hace pensar cuánta alma había en aquel que lo compuso. Tan gitano o más que su antecesor, el sentido iba en la dirección correcta, siempre con el acompañamiento de la orquesta como el faro que salva la integridad. La interpretación, exigente, fue un tanto cerebral alejada del enloquecimiento que la llena de gracia. Sus buenos términos valieron la ovación con que se despedía al maestro Urbieta quien, discreto, agradecía con un semblante cansado pero complacido.

Un breve intervalo de reposo y el rey había vuelto. Mozart y su sinfonía Júpiter -la cuarenta y uno, según los cálculos de Köchel- daban la perfección al evento. El sonido del Clásico maduro surtía un efecto hipnótico desde el primer compás. Fue un salto al pasado, más allá de la centuria con que los franceses habían puesto la marca. La experiencia Mozart se supedita a cualquier descripción, a lo largo de sus cuatro movimientos como algo absoluto, que pondría a dudar al vanguardista cuando explora con sonidos nuevos. Erigiéndose como montaña, “La Júpiter” descuella porque no tiene más remedio. Hace un vibratorio orquestal que es una delicia, logrando nuevos aplausos sin conexión con los anteriores, de apenas un rato atrás.

De Beethoven a Mozart, el repertorio de la OSY no pierde la proporción. Baja la fruta y la comparte con los demás, acostumbrada a ofrecer el sabroso contenido de los grandes pentagramas. Viene más Mozart, prometiendo sin usar palabras, una versión de la vida llena de alborozo. ¡Bravo!

*Gitana, galicismo de raíces húngaras.

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